Rememoro, pocos años después, mi juramento a la bandera en el servicio militar, acto cuya voluntariedad "se me suponía" (como al valor), o la jura de bandera de mi hermano Javi donde le sorprendí con unas fotos la mar de irrespetuosas con el evento...
Y recuerdo, mucho antes mi cuerpo preadolescente semisdesnudo envuelto en la bandera de España, como ensayo de una obra de teatro que nunca se llegó a representar, en un probable capricho voyeurista de aquel hermano marista que era nuestro "formador".
Y llega el día en que contemplo esteladas por miles, rojigualdas por doquier, fotos parcheadas con infinitos gomets a franjas rojas y amarillas... Me cercan, me rodean, me envuelven, me atosigan, me roban el aire: no me dejan respirar. En su nombre se miente, se insulta y se violenta. Las usamos como salvoconducto en las calles, como marca de sangre sobre puertas y ventanas ante la llegada de la décima plaga, como capa que protege nuestras espaldas, como imaginario escudo frente a los golpes... Como un mantra se apoderan de mí los viejos versos: "El alma se nos llena de banderas" (Víctor Jara), pero yo lo reelaboro en mi interior: "Las banderas nos llenan el alma" ¡Y ya no nos cabe nada más!
Telas trágicas, trapos sagrados, efímeros ropajes de identidad; ahora la única bandera ondeando al viento que contemplo con simpatía es la de nuestra biblioteca escolar, emblema del paradisíaco país (esta vez sí) de la lectura.
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