martes, 31 de octubre de 2023

Sintiendo en la nuca el aliento de la muerte: Días de perros

Hace años inicié una serie de artículos de contenido biográfico relacionados con situaciones en que mi vida quedó pendiente de un hilo; esos momentos que, en manida metáfora literaria, describimos como "sentir en la nuca el aliento de la muerte". Pues bien; ninguna más real, menos metafórica que la que voy a describir: la sensación (el aliento en la nuca) era real y la muerte, cercana.   




Pensé hace tiempo que las anécdotas relacionadas con estas situaciones extremas se me había acabado hasta que leí la sobrecogedora noticia de la muerte de la joven enfermera Arancha Corcero. A Arancha le gustaba caminar. También le gustaban los perros (habitualmente se hacía acompañar de un huski siberiano). Pero aquel día, que caminaba sola hablando por su móvil con su madre, fue atacada por un grupo de siete perros: tres mastines, dos perros pastores de careo y dos cachorros. "Mamá, que vienen los perros, mamá que vienen los perros", gritó repetidas veces cuando los animales se lanzaron sobre ella.


Hace 20 años realicé, en bici, la Vía de la Plata. En agosto de aquel año 2003 pasé por el pueblo de Roales del Pan. Me gustó el paisaje; aquellas llanuras en pardo y oro con surcos infinitos. Hoy he recorrido con google street el camino de concentración que sale del pueblo hacia la izquierda en dirección a La Hiniesta. Es un paisaje similar, sin caseríos en el kilómetro y medio que media entre los dos pueblos. El camino es un larga recta entre grandes retales de ocres, sin árboles ni prados entre los dos pueblos. Campos de trigo más que de lana. Tierras de pan llevar, más que de queso.

Hacía en bici el recorrido y contaba ya un encuentro de cierto peligro cerca de Galisteo. Como llevaba un diario del recorrido no necesito llamar a declarar a mi memoria: tengo los hechos certificados en él: 

 "Decidí volver por la carretera hasta Riolobos... Regresé a un tramo de carretera donde ya había estado e intenté de nuevo encontrar la flecha que señalaba la salida de la misma... pero no la encontré... A punto de continuar unos automovilistas del pueblo me informan del desvío... al llegar al lugar descubro ¡al fin! una flecha sobre las pizarras del andén... y el camino a la finca Valparaíso, comienzo del atajo a Galisteo... Viajando con la noche a mis espaldas ruedo esos últimos kilómetros con desesperación... Allá a lo lejos "San Gil", de nuevo me he desviado de Galisteo, pero sé que este pueblo está a 2 km apenas de Galisteo. Poco antes de alcanzar la población la pista se empina y paso al lado de una finca. Unos perros en la puerta me ladran al pasar. Uno de ellos, de raza desconocida para mí, pero enorme, se lanza a por mí cuando paso a su altura... la pista de grava asciende aún unos 500 m... El perro me sigue ladrando, intentando cerrar sus mandíbulas en mis pies, obsesionado por el pedaleo... Siento su aliento al lado de la pantorrilla... Intenta morderme varias veces... Una de las dentelladas hace presa en mi pantalón que queda desgarrado a la altura del muslo... Desesperado (¿Quién dijo que lo mejor sería parar y quedarse quieto?) pedaleo con todas mis fuerzas rezando para que aguante más que el perro en este desnivel. Poco a poco me separo del animal y, sin volver la vista, aprieto definitivamente cuando la rampa cambia al nivel horizontal. Llego a San Gil y pregunto por el albergue a unos chicos sentados en la plaza. No saben que exista albergue alguno. Pregunto después si conocen al dueño de una granja que hay al lado de la pista por la que vine... Parece que sí... Les explico lo que me ha pasado y les pido que se lo digan al dueño... Aunque indignado, estoy tan cansado que no presentaré denuncia, ni pasaré más malos ratos hoy... Me encamino a Galisteo cuyas murallas distingo entre las luces. Es de noche."

 He vuelto a realizar (virtualmente en este caso) ese tramo con Google Street pues, afortunadamente, lo tiene fotografiado y he reconocido el lugar. La finca está poco después de cruzarse la carretera con el Arroyo de Malmuerto (el nombre impone).


Pero ya mucho antes, tenía instalado en la memoria otro encuentro canino. Corría el año 1981 y yo trabajaba en Parla. Había comprado un viejo simca 1000 al conserje de mi cole; un coche de tercera mano que él había puesto a punto y que me vendió barato. En cierta ocasión hube de dejarlo en un taller de uno de los polígonos cercanos a la población. En la fecha indicada me acerqué a recogerlo; lo necesitaba para un viaje al día siguiente. Con enfado recibí la noticia de que aún no estaba listo y había de esperar un par de días más. Expresé mi desagrado a los mecánicos y me volví andando hacia el casco urbano que no estaba muy lejos. Rumiando el cabreo que me produjo la situación pasé al lado de otro taller que tenía las puertas abiertas y en cuya entrada dormitaba un perro grande, de unos cincuenta kilos. Parecía tranquilo, tumbado al lado izquierdo del portalón; pero al acercarme se levantó alarmado y me miró fijamente. Indudablemente había captado con su fino olfato los suaves vapores del cortisol, o la etérea emisión de noradrenalina.  El caso es que, expectante, se acercaba lentamente presto a interceptar mi trayectoria. Yo decidí ignorarlo y continué caminando. Pasé a su lado mirándole de reojo y, sobrepasando su posición, le di la espalda sin prestarle demasiada atención. El perro, por mi derecha, me rodeó lentamente y con un salto inesperado a mis espaldas me dio un mordisco en el hombro, muy cerca de la nuca. Como el mordisco no fue excesivamente fuerte, preferí continuar sin volver la vista, casi sin hacer caso de esta declaración de guerra canina. Curiosamente no había ladrado en ningún momento y decidí no contestar a su  provocación. Bastante tenía ya por ese día. Inventé ese día los gruñidos silenciosos y apliqué el descubrimiento al resto del camino. Valoré muy seriamente denunciar a los propietarios pero; finalmente, no lo hice. Debería haberlo hecho pues aquel día sentí nítidamente el aliento de la muerte en mi nuca. 

Podría contar muchas más anécdotas en mis complicadas relaciones perrunas; vivo actualmente en una urbanización en la que un tercio de los propietarios tienen perro en su parcela. Los hay amables, juguetones, afectuosos... pero también resabiados, enloquecidos, rabiosos. Alguno ladra furiosamente lanzando su aliento  sus babas a través de los enrejados asomando el morro, mostrando los incisivos... pasar por la puerta metálica es una invitación a que golpee con sus patas delanteras su peculiar tambor de guerra templado en chapa metálica. Otro, "el loco", un perro pequeñajo al que haría volar de una patada, me increpa en lenguaje perruno cada vez que salgo a mi parcela. Parece mentira que, con un chalet interpuesto, sea capaz de detectar mis salidas de casa; pero lo hace y es capaz de ladrar con escandalosa y constante fiereza ante mi presencia. Me asombra esa territorialidad tan excedida. Compré un silbato para perros para doblegar sus ladridos; pero el éxito es relativo: se aleja y sigue ladrando con más ímpetu aún. Esta estrategia solo ha conseguido indisponerme con la hija de mi vecino que me ha regañado muy seriamente: "¿No sabes que eso está prohibido?" Yo, ante su unilateral defensa de los derechos perrunos, alegué que yo también tenía mis derechos: ¿Y el derecho a la tranquilidad? ¿Y las taquicardias sufridas? ¿Y los insufribles y eternos conciertos de ladridos a cualquier hora del día y de la noche? Pero esos incidentes al otro lado de la reja se quedan en sustos ante lo que voy a relatar. El caso guarda muchas similitudes con el de Roales del Pan que encabeza este artículo. Ese suceso ocurrió también en una pequeña ruta en bici que organicé en agosto de 2012 desde el pueblo de mis padres en Ayuela de Valdavia hasta la Dehesa de Tablares (instalación agropecuaria dependiente de la Diputación de Palencia). Como en otros casos también hice un reporte escrito de aquella travesía, por lo que me limito a transcribir lo que anoté en aquel día.

 "Poco después divisé el pueblo de Cornoncillo al que me dirigí. Allí tomé la carretera a la derecha unos 5 km. hasta El Barrio de la Puebla. Al llegar, ascendí hasta el cementerio, situado en un alto con una cuidada subida y, queriendo ser fiel a las indicaciones de mi GPS, casi me equivoco tomando el camino del Valle de la Hoya, junto al camposanto. Rectifico bajando hasta el pueblo y cogiendo un camino, antes del río, a la izquierda. Apenas 150 m. después, doblo de nuevo a la izquierda y prosigo un camino antiguo, casi abandonado, que me llevará en un kilómetro y medio hasta la granja de Tablares. Accedo por un lugar desacostumbrado y eso me creará problemas (lo normal sería haber proseguido por carretera hasta La Puebla y allí coger la P-225 hacia Congosto. A unos 2’5 km. encontraría el desvío al poblado). Así que, pedaleando entre hierbajos y adivinando apenas antiguas rodadas, llego al caserío. Pronto aparecen las naves de ganado rodeadas de cercados. Las puertas de la valla están abiertas y un perro enorme, al verme, sale a mi encuentro ladrando amenazadoramente. Inmediatamente le siguen cuatro perros más, de buen tamaño. Es tan amenazador, tan apremiante su ladrido cuyo aliento percibo sobre mis pies mientras pedaleo, que decido bajar de la bici lentamente, pero sin detenerme. Es un momento delicado pues el enorme can puede interpretar que me detengo para hacerle frente. Él sigue ladrando y babeando muy cerca de mis pantorrillas. Los otros perros le siguen haciendo coro a sus ladridos pero manteniéndose ligeramente por detrás. Con cuidado coloco la bici entre el perro y yo mientras prosigo muy despacio la marcha. Camino unos trescientos metros de esta guisa, temiendo que en cualquier momento se abalance sobre mí. Nadie aparece para apaciguar a los animales. Yo hablo sin parar, recito palabras tranquilizadoras destinadas a calmar a las fieras que no cesan en su apremio y me siguen por toda la finca. Ya casi en la salida, un trabajador se asoma a la puerta. No dice nada, ni llama a los perros que siguen ladrando furiosos. Cuando rebaso los edificios de viviendas los otros perros han abandonado aburridos esta lenta caravana de ladridos. Pero el feroz guardián no cesa de perseguirme con sus roncos ladridos hasta que alcanzo la última nave. Allí enmudece de repente y se vuelve dedicándose a curiosear entre la maleza del borde del camino. Entonces me detengo un momento para hacer una foto y, al verme, de nuevo comienza su ladrido infernal… Me sacudo el polvo de mis zapatillas y abandono esta finca mientras pienso en cómo poner una denuncia a los encargados de la misma por su imprudencia y desidia en el control de estos animales que, lo sé por experiencia, pueden llegar a ser muy peligrosos. En la situación en que me vi no descartaba un ataque del que saldría irremisiblemente perdedor (tan solo llevaba una navajilla de “todo a 100” y no me hubiera dado tiempo siquiera de buscarla ante un ataque. No me quedaron ganas de curiosear nada por la zona. Apenas una foto (en la que casi puede distinguirse el perro implacable remoloneando) de “malrecuerdo”. El paraje parecía hermoso, la finca productiva, el lugar descuidado… nada más puedo contar pues no me detuve ni un minuto más."

 

Perros de la Dehesa de Tablares.


 con 422 ejemplares", publicado el 29/04/2023.


jueves, 12 de octubre de 2023

El año del Disprosio

 


Nunca llegaré al Día de la Bestia; pero lo más parecido a este dígito satánico es el 66, una pate de la cifra maldita (666) que marca el día de la Bestia en el Apocalipsis, 13.pero sí coincido exactamente con el número atómico de otra tierra rara "El Disprosio". Un año plateado, si nos atenemos a las propiedades del número atómico que representa. Blanco, pues se deja rebanar por la navaja. Difícil de encontrar pues se esconde emparejándose u ocultándose tras otros elementos ya que nunca se presenta solo.   Es este un elemento de gran magnetismo. Tras un tal "Holmio" presenta el mayor momento magnético de todos, especialmente a temperaturas frías (por debajo de 85 ºK). Un comportamiento claramente contradictorio si "se calienta" a 179 ºK donde cambia por completo su comportamiento y se vuelve "paramagnético". 

El Señor Disprosio suda lentamente (se empaña) y se quema (se oxida) al aire libre; pero cuando se baña en agua caliente se transforma en un tal "Hidróxido de Disprosio" que exhala hidrógeno puro, lo que le puede hacer explotar si le aplicamos una llama.   

Este ser permaneció oculto y desconocido cobijado por las familias de los Holmio y los Tulio hasta que, a comienzos de los 50 de este siglo, lograron arrancarle de su tutela gracias a sofisticados intercambios. Tan difícil resultó el proceso que, al huérfano rescatado, le bautizaron como "Disprosio" (nombre con raíces griegas "Dysprositos", que significa "difícil de obtener"

Este personaje, ya crecido y estudiado, trabaja actualmente en la obtención de láseres y en la fabricación de barras de control nuclear, debido a fu facilidad para tolerar los neutrones. A veces también trabajan en laboratorios de química produciendo radiación infrarroja para obserbar las reacciones que allí se producen. Para relajarse, también se emplea en la fabricación de discos compactos. 

Cuando está hecho polvo, puede estallar si levantas una chispa. Y ¡cuidado! sus fuegos no se extinguen con agua. Su carácter es un poco tóxico, pero mucho menos que otros considerados "salados"; solo cuando se pone muy pesado (más de medio kilo) puede ser mortal el aguantarle. 

Es muy apreciado por su magnetismo y se asocia mucho con el señor neodimio, al que sustituye a veces en el trabajo, mejorando mucho la producción. 

Hay que señalar que también es solicitado frecuentemente para aumentar el rendimiento de lámparas halógenas o de condensadores eléctricos, en pruebas de materiales, en la fabricación de dosímetros...

Aunque no es masivamente demandado (no se le reclama con frecuencia en los procesos  de producción) los chinos aprecian su valor y tienden a retenerlo. Esto hace que aumente la demanda de sus servicios en otras partes del planeta. 

En fin, aunque es un advenedizo en el mundo de la ciencia, es seguro que pronto demostrará sus capacidades en múltiples campos. A la espera de su completo descubrimiento, he aquí nuestro homenaje-aniversario.