sábado, 12 de diciembre de 2020

RELATO NAVIDEÑO 2020: Tarde de Reyes


Un sol tibio y un cielo azul recibió el día de Reyes. Jesito paseaba por Barrio Gimeno con las manos en los bolsillos de su vieja trenca verde, raída en los bordes; aquella que tenía unos graciosos cuernitos de falso marfil que se introducían en minúsculos lacitos de cuero para cerrarla protegiendo a su pequeño propietario del gélido frío burgalés. La prenda, muy desgastada ya, había tenido servido a tres dueños con antelación; sus tres hermanos mayores la usaron por turnos y todos aceptaban el orden natural de las primogenituras; sin embargo el hermano pequeño no pudo evitar su decepción cuando mi madre se decidió en las rebajas por comprar aquel modelo: "No la compres mamá, que es muy fea y al final la tendré que poner yo..."
El pequeño, a sus siete años, había escapado hacia el bullicio de la calle huyendo de la estrecha buhardilla alquilada y de la presión que su techo inclinado ejercía sobre su espíritu. El techo se inclinaba desde una altura poco mayor que una persona hasta casi los pies junto a la pared.

De madrugada había despertado sobresaltado. Un reloj interior le advirtió de que llegaba la hora de levantarse y descubrir, expectante, los regalos que le habían traído los Reyes. Se levantó y corrió hacia el pequeño salón para ver, debajo de la claraboya del techo el pequeño montoncito de regalos. A sus ojos, era un grupo de juguetes grande y extraordinario; pero, cuando aparecieron sus hermanos mayores, comprendió que su parte quedaba reducida a una pequeño fuerte contra indios, con estacas de madera y suelo de cartón piedra, junto con un estuche de pinturas y un libro de cuentos. No faltaba, como era tradición, un buen pedazo de carbón dulce como advertencia (rica penitencia) por los días de enfado y sus gestos desairados ante las reprimendas paternas. Josito se alegró por su fuerte minúsculo (bastante holgado en realidad para su perspectiva infantil) y sus indios de plástico (una cantidad generosa para ser un capital prestado) pero sabía que eran juguetes baratos, de saldo...
Sus padres eran muy pobres y cada juguete era valorado como corresponde a quien solo dispone del mínimo capital de las propinas dominicales. En eso pensaba cuando llegó a la calle y enfiló hacia la fuente bajo los plátanos, situada en la esquina con la calle de San Cosme, cerca de la Iglesia. Echó mano al caño de hierro, pulido por tantas manos que se apoyaron en él y bebió a morro de aquel agua tan fresca. Luego cruzó la calle para entrar en el campo de carbonilla. Este era un gran solar rodeado por una tapia en el lado de la calle y bordeado por las vías del tren en el otro extremo, también tapiado para evitar merodeadores cerca de las vías. El suelo estaba pavimentado con restos de hollín y cenizas provenientes de los viejos trenes a vapor que se arrastraron durante décadas por los viejos raíles tendidos a su costado. Hacia el medio campo, al otro lado de la tapia, había un espacio cubierto que, suponíamos, fue en tiempos cobertizo de locomotoras en una de las líneas, hace tiempo desmantelada. Allí se alzaba una cubierta de hormigón que albergaba un almacén del Ayuntamiento. La tarde anterior Jesito había asistido como todos los años a la Cabalgata. A sus ojos de niño aquel desfile resultaba fascinante: la muchedumbre flanqueando la procesión, la banda municipal abriendo el desfile con música vibrante, mayorettes con sus escenografías sincronizadas, carrozas empujadas por relucientes tractores llenas de luces alimentadas por grupos electrógenos apenas disimulados en sus remolques... Cada una de ellas era un homenaje a la fantasía, al cuento, al espíritu de la Navidad... Papá Noel, Elfos, castillos, dragones, delfines, exóticas escenas en el Nilo, Ángeles, Cometas, pastores... y en lugar de honor, los Reyes Magos con su pléyade de pajes infantiles y mujeres vestidas de hadas de deslumbradora belleza.

Relucían las carrozas en medio de la noche y, desde lo alto de las torres de sus palacios, llovían caramelos y sonrisas. Los niños se abalanzaban sobre aquel derroche de dulces y, agachados o de rodillas, se afanaban en coger los caramelos que rebotaban en las aceras entre los pies de los espectadores. Josito había juntado un buen montón de caramelos y, expectante, vigilaba aquellas manos tan hermosas que se introducían en el saco y sembraban de golosinas un público infantil que se peleaba por ellas. Algunos adultos, tan avispados como abusones, desplegaban sus paraguas con el mango hacia arriba y sujetándolo por la punta, acaparaban una exagerada superficie que achicaba el espacio de los pequeños. Jesito torció el gesto y se apartó de aquellos aprovechados.

En el campo de carbonilla, sentado contra la tapia sobre el musgo del suelo sacó uno de los caramelos y retiró su envoltorio plateado. Lo metió en la boca y, bañándolo en saliva, lo apretó contra el paladar. Mientras paladeaba el dulce sabor del limón, y guiñaba un ojo por el toque ácido que lo acompañaba, preparó mentalmente su plan. Sabía que las carrozas del desfile se almacenaban justo enfrente de él, bajo la cubierta que también, muro mediante, cubría las vías. Era ya tarde y no faltaba mucho para la hora de vuelta a casa. En media hora se haría de noche y el frío y la oscuridad abortaría la aventura. Se le había ocurrido saltar la tapia y visitar el depósito municipal donde dormían las carrozas a la espera de ser desmanteladas.

No le resultó difícil ascender a lo alto de la tapia, lo había hecho otras veces. Luego, con la máxima precaución, se descolgó por la pared de piedra despellejándose las manos hasta que hizo pie en la grava del suelo. Enseguida corrió a agazaparse bajo las sombras del techado entre las carrozas estrechamente aparcadas a resguardo de la lluvia. No quitó ojo en todo momento del estrecho pasaje que comunicaba el viejo túnel del resto de las dependencias del ayuntamiento que parecías ahora solitarias. Se movió con sigilo entre las carrozas se sintió más seguro. Después deambuló por aquellos parajes de cartón piedra en lo que se imaginaba una ciudad de fantasía. Sin nadie encima, aquellos fascinantes artefactos perdían esplendor, pero ganaban en misterio. Se introdujo dentro de una escena marina con un pulpo rosado cuyos tentáculos de espuma montó a horcajadas. Peces de contrachapado azul y caballitos de mar rodeaban aquel aquel cefalópodo de aspecto bonachón.
Enseguida bajó y se deslizó por oscuros pasillos. Se fijó en el castillo de Herodes y, subiendo una escalinata de purpurina, dejó volar su imaginación entre los toscos torreones de madera entelada. Tomó en sus manos una espada de madera, abandonada seguramente por algún diminuto soldado infantil, y ordenó a sus legiones el ataque a la ciudadela...
Pasó la mano sobre la muralla reluciente. La magia de los brillos, el fulgor del papel del plata; quedaban matizadas por la áspera superficie pero a él le gustaba, las hacía interesantes a sus ojos. Observó allá el basto corte de la sierra sobre la cola de una estrella fugaz (La Estrella de Belén). Notó el deficiente ensamblaje de las paredes que dejaban una llaga oscura entre algunas puntas medio desclavadas... Asomó la cabeza bajo las torres y descubrió el armazón de madera que soportaba la estructura: madera de pino sin desbastar con virutas y pequeñas astillas prendidas en los bordes. Tuvo cuidado al agarrarse mientras se descolgaba por dentro para explorarlo a fondo (pese a todo se clavó una pequeña espina que le quedó dolorosamente enterrada bajo la piel de la mano). El suelo de las carrozas estaba lleno de serpentinas enmarañadas y guirnaldas rotas... Cogió un buen montón de papelitos de colores y lo lanzó hacia arriba sobre su cabeza. Tras aquella lluvia de confeti se sacudió el pelo y cepilló la ropa con la mano... De pronto, semienterrado entre los papelitos de colores, descubrió un billete. Nada menos que un billete de 50 euros. El corazón le dio un vuelco. Nunca había tenido tanto dinero entre las manos. Donde hay uno, puede que haya dos, pensó, y removió el suelo de toda la carroza pero solo encontró más confeti, ya sucio y mezclado con serpentinas rotas y enredadas.

Por más que el lugar le agradaba y la fascinación continuaba intacta decidió que no debía desaprovechar la ocasión que le brindaba la fortuna tentando demasiado a su destino. Los encargados de aquellos almacenes podían aparecer en cualquier momento y, además, el atardecer estaba a punto de dar paso a la noche. Bajo el túnel la oscuridad era ya casi total. Bajó de la carroza tembloroso y excitado. Permaneció quieto aún entre las sombras un momento atento a la posible aparición de alguno de los guardas y luego, con paso apresurado, casi a la carrera, se plantó al pie de la tapia que le separaba del campo de Carbonilla.

Si bajar le había resultado fácil, subir se presentó más complicado. Debía buscar apoyos para manos y pies entre hendiduras y salientes del muro. Después de un buen rato y algún que otro resbalón logró alzarse al filo de la pared y descolgándose, se dejó caer al otro lado. Atravesó corriendo la explanada de carbonilla, más negra aún con la noche que se avecinaba y, ya bajo la luz de las farolas, caminó hasta la tienda de moda femenina de la calle de la Concepción.

La dependienta le miró extrañada cuando cruzó la puerta pero él, decidido, se le acercó y pidió unos guantes como los que lucían en el escaparate; unos preciosos guantes de cuero negro delicadamente rematados y con un reborde de piel en la muñeca. Luego eligió uno de los paraguas más bonitos del muestrario. Aún le sobraron 5 euros que decidió gastar en el horno de repostería cercano al barrio. Allí, por ese dinero, le darían una bolsa inmensa de recortes de galletas, bizcochos desfigurados y pastas chamuscadas.
Mordisqueando aquellos dulces deformados, pero saboreando su pleno sabor, se dirigió despacio hacia su casa. Subió las empinadas escaleras hasta el segundo piso y dejó en un rincón el paquete con las compras. Luego ascendió un piso más hasta la buhardilla y llamó a la puerta.
Su madre le recibió con un gesto de desaprobación en el rostro. El permiso para bajar a la calle alcanzaba (y nunca era prorrogable) hasta el anochecer; ya hacía un buen rato que debía estar en casa.
Jesito se disculpó prometiendo que no volvería a ocurrir y se dirigió a la habitación que compartía con sus hermanos. Esperó a que su madre volviera a la cocina y entonces se deslizó hasta la puerta sin hacer ruido. Bajó de puntillas los viejos escalones de madera hasta el rellano del segundo piso y cogió el paquete que había dejado allí momentos antes. Afortunadamente nadie había subido en todo ese tiempo. Cogió rápidamente el paquete envuelto primorosamente y, cerrando sin ruido la puerta, corrió a esconderlo bajo la cama. Por suerte sus hermanos estaban jugando muy entretenidos en el pequeño salón y no se dieron cuenta.
Esa noche, con su mejor caligrafía, escribió en una hoja de papel de su cuaderno una líneas que dejó junto a los regalos al pie de la cama de sus padres que dormían agotados tras las labores del día:



"Queridos padres:

Habéis sido muy buenos y aunque el reparto de regalos fue ayer, hemos vuelto a traeros dos regalos que teníamos para vosotros y se nos olvidaron.

Firmado: Gasparín"

Al día siguiente, cuando Jesito despertó, encontró a sus padres sentados sobre la cama con los paquetes abiertos y los regalos en las manos. Lo miraron con extrañeza...

jueves, 10 de diciembre de 2020

El espíritu de la Navidad.


El espíritu de la Navidad.

Demasiada alegría de bote. Demasiada felicidad obligada. Excesiva falsedad...

Hacía años que odiaba la Navidad: esa euforia desbordada, ese alborozo impuesto... Aborrecía las reuniones familiares, la inevitable congregación de parientes en torno a una mesa bien provista. Sufría el hartazgo de las rutinas navideñas: el comercio de regalos, la degustación de crustáceos marinos, las cenas pantagruélicas, la desmesura de los dulces, la profusión de licores... Me deprimían los villancicos forzados, las felicitaciones desganadas...

La televisión encendida, resultaba ser el familiar más importante; los móviles acaparaban la atención de los aburridos y el resto se atropellaba charlando en conversaciones insulsas. Pronto empezaba la  recolección de regalos, con su mercadeo recíproco: "Yo te regalo, tú me regalas, él me regala...". En fin, un reflexio "regalarse" en el que, al final cada cual busca una excusa para recibir algo completamente prescindible.  Una profunda tristeza se apoderaba de mí en estos días. Me embargaba la desesperanza. Buscaba desesperadamente aquello que alguien definió como "El espíritu de la Navidad". Pero aquel espectro amable parecía haber abandonado este mundo. En su lugar los brillantes fantasmas del consumo pululaban por la tierra.

Me aparté disimuladamente de la tropa familiar. Bajé las escaleras hasta la calle para respirar el aire puro y frío de la noche. Buscaba un poco de paz, esa que se cantaba en los villancicos. Observaba la gente apretando el paso por las aceras obsesionada por su agenda navideña: transportar el pavo recién asado, acarrear los regalos de un Papá Noel extranjero, llegar puntualmente a la cita familiar... Al fin, me senté en un banco, al lado del parque. Alcé el cuello de mi abrigo por el frío y contemplé por un momento las estrellas. Quizá el Espíritu de la Navidad voló hacia alguna hace tiempo. 

Por la calle se acercaba un padre con un chiquillo de unos seis años de la mano. Sus ropas gastadas  apenas eran eficaces contra el frío que se imponía desde la noche. Su pobre aspecto les delataba como pobres inmigrantes; rumanos recién instalados como pude adivinar por su acento.  El niño saltaba alegre como unas castañuelas tirando de una de las manos de su padre que llevaba en la otra una delgada caja de cartón de forma cuadrada que desprendía un rico aroma a pan y queso. En un imperfecto castellano escuché: 

- !Qué bien, papá! Pizza enorme... ¡Me encanta! 

Le brillaban los ojos con una alegría que desbordaba las pupilas. El padre le dio un abrazo. Con ojos húmedos le susurró unas palabras tiernas y cariñosas que solo pude llegar a imaginar. Vi que, por un instante, echaba mano preocupado a a su bolsillo vacío.

- ¿Te parece que cantemos "Trei Pastori", Vasile?

Entonces ambos entonaron un bellísimo villancico con un sentimiento que ya no recordaba. Lentamente se perdieron con su música y su pizza calle abajo.

Yo, poseído por un sosiego inesperado, los vi alejarse pensativo. Luego me levanté y me dirigí a la pizzería de la esquina donde pedí la más pizza más grande de jamón y beicon que tenían. Me la llevé ilusionado a casa de mi cuñada, donde todos me estaban esperando para cenar...

Cuando entré con la caja aún caliente, sentí sus miradas de lástima. ¡Cada vez está más chocho, pensaron!


martes, 8 de diciembre de 2020

La Nativitatis es un invento galo



Que la Navidad es un invento galo, hoy resulta probado. Los historiadores dan por hecho que transcurrió en una aldea gala y, actualmente, se rememora cada 24 de diciembre en el Parc Astérix con más de 38 atracciones, 3 grandes espectáculos y animaciones temáticas navideñas. Allí se viven momentos inolvidables en el Poblado de los Irreductibles, en particular con la participación de los héroes galos: Astérix, Obélix, Panorámix, Falbalá, Bonemina o con el Jefe Abraracúrcix. También suele estar presente, como invitado, un peculiar Papá Noel Galo, personaje de nuestra época que se tolera, aunque no tenga reconocimiento histórico.

Cronológicamente es un hecho demostrado. La Navidad transcurrió en el siglo I de nuestra era y la aldea gala era, por entonces, lo más parecido al Belén que nos relata la Biblia, con sus calles  abarrotadas, sus comerciantes, su posada...

Los galos inventaron la Navidad, es muy cierto. No hay que esforzarse mucho para comprender que Asterix, cuando bebé,  fue el famoso niño Jesús ¡De alguna parte le ha de venir su astucia!  Que Obelix es, en realidad Papá Noel vestido de paisano lo sabe todo el mundo. Caerse en la marmita de la poción mágica de pequeño le confirió la fuerza necesaria para transportar a sus espaldas (a pelo, no con un saco como lo pintan) todos los regalos del mundo. Además, todos le hemos sorprendido, envolviendo menhires para regalar... Pocos saben que nunca hubo mula ni buey en el portal cercano a la aldea. En realidad fue acompañado por su fiel perro Ideafix desde pequeñín (en lo de pequeñín no ha cambiado mucho y tampoco el perro creció nunca).Su druida Panoramix, ha quedado para la historia como el más famoso de los doctores del templo. Asterix platicó mucho con él sobre grandes cuestiones filosóficas y morales. Respecto a Herodes reina gran confusión; son tantos los centuriones de los campamentos romanos... Unos le identifican como Caius Bonus o con Graconilus centuriones romanos del campamento romano Petibonum, otros como Langelus, o los mismos Hotelterminus y Belicu ,con el mismo cargo en Barborum y Cordate; pero hay muchos más.
Curiosamente, el César, no es precisamente Julio. La historia lo ha confundido con César Augusto, su sobrino nieto; pero es igual: eran Césares los dos y había que pagarlos con "lo que era suyo" por figurar su cara en las monedas del imperio. A cambio proporcionaban la Pax romana; eso sí, conseguida a base de infinitas guerras y esclavitudes.

Y el campo galo es pura fotogenia navideña: Abetos nevados, aldeas bajo las estrellas, invasores romanos por todas partes, campamentos del imperio abarrotados de legiones, complots nacionalistas...
Reina un poco de confusión respecto a la fauna. Creo que se ha confundido la abundancia de jabalíes con conejos y los peces que vendía Ordenalfabétix no procedían del lago Tiberíades sino de Lutecia.

Ellos inventaron la bien surtida cena de Nochebuena (de nuevo surge aquí una interpretación histórica errónea del asado de jabalí, que es confundido con el pavo). Y su bardo, Asurancetúrix, ha cantado desde antiguo esa noche bajo el cielo estrellado de la Galia villancicos con su lira. Desde entonces el Corte Británico pone cada año a la venta montones de regalos para celebrar la Nativitatis. 

Los evangelios según Goscinny y Uderzo dan clara cuenta de lo acontecido en aquellos días. Las pérfidas maniobras propagandistas de los cronistas romanos de la época, que promocionaron falsas versiones en forma de evangelios de dudosa verosimilitud, atribuyen a los judíos palestinos el protagonismo de un acontecimiento ocurrido en la Galia. Una conspiración arrebató la Navidad al pueblo de los galos. Pongamos luz en esta historia.   

martes, 27 de octubre de 2020

Sintiendo en la nuca el aliento de la muerte: ¡Cruza las piernas!



Hace ya bastantes años, en uno de los veranos que pasamos en Palomares del Campo y, con la intención de rellenar aquellos días que se me hacían aburridos, decidí hacer un curso de parapente. 

La JCCLM me brindó la oportunidad. Charo, que trabaja para ella, se enteró oportunamente de su programación y me propuso su realización. Además uno de los organizadores era Dani, un compañero sindical amante de la naturaleza y con  experiencia en preparar eventos deportivos al aire libre. Yo acepté encantado. Me inscribí. Charo habló a su compañero de que que asistiría y, supongo, le rogaría que estuviera al tanto de mi. Por edad (sería de los mayorcitos) y por mi espíritu del riesgo -le dijo- (algo con lo que no estoy de acuerdo con ella, por cierto).

Me presenté pues en el pueblo de Caracenilla, en las cercanía de Huete, que dispone de una muela de unos 1.040 metros en las cercanías del pueblo. 

El curso se realizaba los fines de semana y yo me acercaba con mi ford fiesta desde Palomares hasta allí pasando por  Huete.  En media hora me me encontraba con el resto de asistentes al curso en, creo recordar, la Casa del Canónigo; alojamiento de la localidad donde se hospedaban algunos de los participantes y donde comíamos la mayoría. Si no me equivoco la hija de los dueños del local era una ferviente aficionada a este deporte que había descubierto recientemente por medio de los mismos monitores y nos acompañaba cuando el tiempo y la actividad permitían vuelos interesantes.

El curso sería, posiblemente, uno de los primeros de la época. El parapente era ya un deporte asentado en España, pero aún no demasiado popular; al menos en la alcarria manchega. Dani, el organizador, estaba acompañado por un experto que realizaba vuelos biplaza y llevaba mucha horas bajo estas lonas voladoras. Recuerdo su aspecto delgado y fibroso y su obsesión por el deporte. Tras las comidas nos sorprendía a todos cogiendo la bici y haciendo una rutilla de 20-30 kilómetros bajo el sol manchego de julio "para descasar un poco la comida y aprovechar el tiempo". Él era quién nos subía con su todoterreno hasta el alto de la Muela para realizar los lanzamientos y quién nos acercó hasta Tragacete para unos lanzamientos más espectaculares, ya al final del curso.  

Recibimos alguna clase inicial de contenido audiovisual y nos leímos el cuaderno con nociones técnicas preparado al efecto (por cierto, despistado en algún lugar de la buahardilla). Luego practicamos mucho, muchísimo... el elevar la vela al viento desde el punto de lanzamiento, pero sin alzar el vuelo todavía. Cuando consideraron que ya éramos capaces de hacerlo bien nos acercamos a una loma cercana al pueblo y practicamos pequeños despegues y aterrizajes (descensos de unos 30 m. no más). Allí sentí la primera sensación de vuelo de mi vida (más allá de algún salto en educación física que no nunca llegó a más de 3 metros). Realmente me emocionó y me abrió el apetito: el gran salto desde la muela se acercaba.

Intentamos muchas veces ese salto iniciático; pero durante varios días el viento no se mostraba propicio (la ausencia de viento podría provocar que tanto el despegue como el vuelo en sí fueran muy peligrosos al faltar una sustentación firme de la vela). En lo alto de la meseta, junto al borde, alzábamos los anemómetros para comprobar, desanimados, que el viento seguía flojo. Por fin, un día, ya a última hora, cuando apenas quedaba una media hora de luz (volar de noche, naturalmente, nos estaba  prohibido), el viento nos brindó una oportunidad.

 -"Rápido, preparad el parapente, que saltamos todos" 

Y así nos preparamos todos, excitados par nuestro primer salto.

Con rapidez se fueron disponiendo los parapentes y, consecutivamente, en turnos de  diez minutos se sucedían los lanzamientos de forma consecutiva. Mi turno se acercaba y yo me esforzaba en controlar las mariposas que sentía en el estómago. Cuando me tocó a mí, las mariposas habían revoloteado tanto que sentí irreprimibles deseos de desalojarlas inmediatamente. Me excusé y me alejé tras unos arbustos, cediendo turno a los siguientes. No sé que pensarían los monitores (y el resto del grupo); pero no les culpo por ello: la imagen que daba era la de estar realmente acojonado. Repuesto (y desahogado) ocupé mi puesto, alcé el parapente, hice la carrera para tomar impulso y ¡salté! Salvada la parte más crítica (para un principiante) el vuelo era sencillo. Estaba limitado a dirigir el parapente suavemente en línea recta para aterrizar pocos minutos después al pie de la muela (nada de maniobras, ni curvas o caracoleos... y por supuesto nada de aventurarnos a  buscar las ansiadas térmicas que nos permitirían ascender y prolongar el vuelo...). El aterrizaje  entre en medio de un campo de rastrojos me pareció,  incluso, suave y elegante (tenía en mente los batacazos que sufrían los paracaidistas que había visto en  las películas de la Segunda Guerra Mundial en el día D). 

Fue allí, mientras recogíamos el equipo, donde nos visitó una pareja de cazadores malhumorados que se acercaron a protestar porque les espantábamos la caza. Apelaron, como suelen hacer, a su pago por los cotos, mientras que nuestra actividad no estaba regulada y era ilegal. Como curso organizado por la Junta, aquel argumento no colaba y el hecho de pagar no impedía que otros hicieran otra cosa... podían cazar cuanto quisieran, nosotros (como pájaros que vuelan libres al viento) no les íbamos a molestar. Pero uno de ellos no pudo contener su frustración y nos amenazó veladamente: ¡A ver si os vamos a confundir y apuntamos sin querer donde no es...! Eso ensombreció la conversación, acabó las buenas maneras y terminamos por despedirnos de malos modos.

Tras aquel mal trago, el resto de vuelos, eran esperados con impaciencia. Poco a poco probámos a girar un poco más el aparato, aterrizar en corto... incluso nos acercamos a las hoces de Tragacete donde había un lugar de salto donde, la mayor altura y duración (por no hablar del paisaje) del vuelo eran impresionantes. 

Uno de aquellos días, en Caracenilla, sin estar previsto lanzamiento alguno; se presentó una buena ocasión y se nos propuso aprovecharla para un salto. Solo se disponía de algunos parapentes, así que a  los voluntarios nos proporcionaron parapente según disponibilidades. Nos preguntaron el peso y yo, tonto de mí, y sin explicarme ahora por qué, les dije que 60 Kg cuando en realidad me acercaba a los 80.  Me miraron un poco extrañados, pero me dieron una vela para ese peso. Como el resto de las veces uno de los monitores se quedaba en lo alto de la muela dirigiendo el despegue y otro (con ayuda de un talky nos dirigía desde abajo). Tras alzar la vela con facilidad y hacer la carrera hasta el borde salté. Al estar ya en el aire noté enseguida que bajaba demasiado, que mi trayectoria no se mantenía tan horizontal como otras veces. Perdía altura y estaba muy cerca de rozar los salientes rocosos de la empinada ladera, literalmente pasaba rozándoles con el culo. Desde abajo debieron observarlo pues enseguida empezaron a indicarme que me elevara. Por fin, en zona más despejada, pude volar con la garantía de la lejanía del. Pero caía deprisa, tanto es así que no llegaría, por mucho, a la zona donde me esperaban. Tal como se desarrollaba el salto me dirigía justamente hacia unos olivos que quedaban a medio camino. Desde abajo, con urgencia, me indicaban: "¡Busca el camino!, ¡Busca el camino!! Yo distinguía un camino entre los olivos e intentaba encararlo para evitar los árboles. Me acercaba rápidamente y apenas conseguía ajustarme a ese carril despejado formado por aquella pista. De pronto cuando comenzaba a sobrevolar la parcela de olivos me gritaron: 

¡Cruza las piernas!, ¡Cruza las piernas!... 

Yo pensaba ¿para qué? pero les hice caso aunque enseguida hube de extenderlas para hacer pie sobre aquella calzada de tierra. Enseguida se acercaron por ver si me había ocurrido algo y me recriminaron que les diera una información errónea sobre mi peso. No hicieron más sangre con ello (tampoco hacía falta, con el susto que llevaba encima).

Ha pasado más de 20 años y he rastreado en la red para comprobar algunas informaciones sobre aquella experiencia. Caracenilla sigue siendo uno de los destinos típicos de los parapentistas (madrileños y castellano manchegos, principalmente). Posee tres establecimientos para alojamiento e incluso una escuela de parapente en el propio pueblo. Se siguen organizando cursos a lo largo del año. He curioseado las impresiones de los aficionados y encuentro opiniones para todos los gustos. Desde entusiastas declarados a escocidos comentarios de personas defraudadas por la escasa actividad y exceso de precauciones las prácticas: "No enseñan a volar mejor (aunque habrá de todo); pero, eso sí, aunque sí cobran y mucho" - señala uno de ellos que recomienda progresar practicando por libre con colegas enrollaos y aprendiendo a base de arrastrarse por rastrojos y romperse los cuernos-. Los más abogan por tomar todas las precauciones del mundo, que, lo reconozcamos o no, te juegas la vida: "Cualquier colega en una tarde con condiciones meteo estupendas te lleva a una laderita con 30m de desnivel cubierta por un manto de rastrojo suave que invita a deslizar el culo de tu silla por allí sin mayor problema acabando en un aterrizaje llano, con 2 km por delante, sin obstáculos de ninguna clase o a pasar unas horas levantando la vela campeando entre risas ... y cuando haces esto unas cuantas veces puedes llegar a creerte que ésto es volar; pero no es así. Eso sí forma parte del vuelo pero no es volar..."

La mayoría reconoce que puede ser divertido aprender con gente experimentada y voluntad de ayudar; pero si realmente se quiere aprender a volar con garantía y poder disfrutar han de hacerse los cursos, por más que a veces aburran con tanta precaución y seguridad o resulten algo caros. Hay que ponerse en la piel de instructor, que ha de tener en cuenta que un "novato" se la pueda pegar por falta de experiencia. ¡Qué hubiera sido de mí, si no fuera por las instrucciones que, ante las incidencias provocadas por mi despiste e inexperiencia, hubiera caído rozando los olivos sin cruzar las piernas... ¡Ay,ay, ay...! Creo que caerían algo más que aceitunas del árbol...


domingo, 25 de octubre de 2020

Mi bicicleta tiene airbag

En una ocasión convertí mi nevera estropeada en una frigobici. En otra, arreglé la batería eléctrica de mi bici con papel albal. Hoy os contaré por qué digo que mi bicicleta tiene airbag.

Nunca me ha importado confesar que, en ocasiones, rebusco entre los deshechos, que aprecio algunas cosas que se tiran a la basura, que reciclo explorando los descampados... Tampoco negaré que compro de lo barato (sí, me encantan los chinos), que regateo precios y que me inclino hacia marca blanca.

Así que, visitando ocasionalmente un supermercado de la cadena Lidl, en los contenedores de objetos interesantes a precios ajustados, encontré unas alforjas para bici con un precio rebajado. Solo quedaban dos ejemplares así que me apresuré a echarlos al carro. Fue una buena compra, las alforjas estaban muy bien; pero me parecieron algo "flojas", es decir la lona y correajes no resistirían mucho (y más, teniendo en cuenta que yo suelo forzar estos flexibles portaequipajes. Así que decidí reforzarla. 

En mi siguiente salida en bici pasaría por alguno de los polígonos de mi localidad para buscar materiales que sirvieran al caso y, de paso, encontrar algún material acorchado sintético para fabricar a medida un pequeño contenedor mullido para la batería de repuesto (a fin de transportarlo con comodidad y seguridad, permiténdome así poder duplicar distancias si, como es mi intención, me decido por completar la tantas veces pospuesta e interrumpida ruta del "Camino del Cid").

El "corcho blanco" (poliuretano expandido) no estuvo a mano esta vez, pero sí un material esponjoso con suficiente dureza (de los que emplean en embalajes para acomodar objetos delicados) y con la feliz particularidad de que se dejaba cortar muy bien con el cutter. (Fijé la posición en el GPS de mi cabeza con la intención de volver más tarde con el coche (eran piezas grandes, imposibles de llevar con la bici). Proseguí buscando mis lonas. Era domingo y los camiones de la basura ya habían pasado el viernes. No había nada en los contenedores que sirviera, pero en un apartado vial descubrí un coche desguazado, abandonado en la acera, frente a un taller. Me acerqué y arranqué parte de la tapicería con la intención de utilizarla como refuerzo. Con todo no estaba en muy buen estado y no me convencía demasiado -aparte del polvo y suciedad que acumulaba-). Sin embargo, cuando estaba a punto de irme, me fijé en que en este coche (que evidentemente había sufrido un aparatoso accidente y estaba en parte quemado) había saltado el airbag del pasajero. Allí estaba la bolsa de aire floja y vacía, pero con un tejido de nylon muy resistente y en perfecto estado.

Con mi navajilla corté la boquilla de ese globo salvavidas y me llevé plegada la bolsa en mi transportín. 

En casa reforcé con correas de bolsas reutilizables de la compra (¡qué material más majo y barato!) los puntos de mayor tensión, adapté una de las bolsa de rafia para cada una de las alforjas (lo que me permitiría extraerlas y poder descargar la bici con comodidad) y, tras descoser y cortar el tejido del airbag reforcé las grandes solapas de los cierres. Mis puntadas fueron un desastre; pero se disimularon con hilo negro (el color de las alforjas). 

Al final, sin cambiar su buen aspecto, quedaron perfectamene reforzadas por dentro. ¡Mi bicicleta tenía airbag!

 

jueves, 22 de octubre de 2020

Sintiendo en la nuca el aliento de la muerte: Explosión

El viejo tejado era un peligro: las tejas rotas y descolocadas, las vigas carcomidas, las ramas de brezo entrelazadas bajo ellas podridas... La tierra apelmazada que las sustentaba multiplicaba ahora su peso tras las lluvia y las goteras que la empapaba... ¡Un día caería el techo sobre nuestras cabezas"!

La casa de mi madre tiene cerca de 200 años. La construyeron sus abuelos, quizás los tatarabuelos -ella no lo recuerda bien-. Desde niña la conoció así: con sus paredes de adobes y el exterior trullado con barro y paja; con interiores enfoscados en una fina capa de yeso, con sufridas baldosas de dibujo geométrico en la planta baja y tablones en las habitaciones superiores, con las paneras tabicadas por adobes sobre las vigas y mínimos ventanucos sobre los tejados vecinos... La parte de atrás, las cuadras, todas en barro con sus pesebres junto a la pared. En la entrada un piso de cantos rodados empotrados en el suelo ante la puerta que estaba protegida por un mínimo tejadillo que hace un siglo tendría macetas con flores. Infinitas reparaciones habían mantenido en pie la vivienda: se derribaron los pesados muros de las paneras aliviando las vigas del techo de la despensa; se pavimentó de cemento esta última y se cubrieron con yeso las maderas que lo atravesaban, dejando las vigas a la vista; se realizó una columna de carga de ladrillo macizo para sujetar una parte del techo que se hundía, se habilitó un baño en la planta baja, se cegó el pozo de aguas insalubres, se arregló y reforzó el tejado, se pavimentó con cemento el suelo en torno a la fachada, se alzó una tapia de ladrillo con la calle tras tirar las antiguas cuadras y el portalón, se arregló el tejadillo de la tapia común, se rellenaron las grietas, se taparon agujeros, se pintó y repintó muchas  veces, se retejó otras más, se trullaron las paredes cada año...  se cubrió con moqueta reutilizada el piso del pajarón... En fin, un sin número de pequeñas obras que, cada año, nos ocupaban el tiempo y que, para mi madre, nunca eran bastantes.

Pero lo más preocupante era el tejado. En los últimos años el hijo mayor subía cada año, en alguna  mañana soleada a arreglar los estropicios que los elementos y los animales provocaban en las tejas: cambiaba las que estaban rotas, colocaba las desplazadas por el viento, aseguraba las que la garduña levantaba; limpiaba los excrementos de los gatos que taponaban el curso del agua, arrancaba los musgos que arraigaban en ellas... Cada vez que ascendía a través la pequeña claraboya lo hacía con el alma en vilo por el miedo de hundir aquel techo centenario. Las goteras de los últimos años habían obligado a colocar cubos y barreños en las paneras, a tender plásticos en el suelo y a vigilar con preocupación las humedades en torno a las vigas que lo soportaban. Alrededor de la claraboya se apreciaban las manchas de humedad provocadas por el agua que se escurría y algún travesaño entre las vigas había cedido ya podrido por la humedad y minado por las termitas. El año anterior habían crecido, con su sombrero hacia abajo, grupos de setas bajo las vigas. Telaraña y polvo completaban este singular ecosistema, territorio de ratones y gatos durante años. 

Este último año, el hermano mayor no se atrevió a subir. Tenía miedo de que el tejado se hundiera con su peso. Conocía los lugares seguros, pero había zonas peligrosas que no se atrevía a pisar. Además su mujer le había prohibido terminantemente que lo hiciera. Dejó pasar las dos semanas que estuvo en el pueblo sin hacer nada al respecto. Sus hermanos comentaron la posibilidad de encargarse ellos, pero él no se lo recomendó (se preciaba de conocer de primera mano el peligro que podía suponer). Acabó el verano. Llegaba el otoño. La cercanía de las lluvias amenazaba como húmeda espada de Damocles sobre el viejo tejado.  Al hermano mayor se le ocurrió pedir ayuda a un albañil conocido y, bajo un precio de favor, proponerle que hiciera un arreglo de urgencia. Tenía que hacerse en un par de días, un fin de semana y con buen tiempo (mucho pedir, pero el tiempo apremiaba...). 

Hubo suerte y este aceptó. Además, el puente del Pilar, pese a ligeras amenazas de precipitaciones, no llegó a ser lluvioso. Eso sí, cuando subían al tejado por la mañana lo encontraban completamente escarchado. Yo les advertí de cuantos peligros conocía o imaginaba, pero ellos subieron confiados y durante las dos jornadas trajinaron por la cubierta sin temor (eso sí, con gran cuidado). No llegaron a colocarse el arnés aunque venían preparados para ello. Tanto yo como mi madre no habíamos dormido las noches anteriores: anticipábamos un posible derrumbe y el consiguiente descalabro de los operarios; una sensación de culpa nos impedía conciliar el sueño. 

En el segundo día de trabajo, terminada la faena y sentados junto a la lumbre, comentaba esto último a uno de ellos mientras el otro estaba en la ducha. Mi hermano, que esperó nuestra llegada la tarde anterior, me había advertido de que olía un poco a gas, pero no me preocupé demasiado (la cocina siempre tuvo mala ventilación y un poco de olor a gas estaba asumido). Ciertamente cuando calentaba la cena el olor del metil mercaptano que añaden al butano era más fuerte que otras veces, pero no le di demasiada importancia; eso sí, dejamos la puerta de la cocina abierta en comunicación con el salón y el baño. 

Acababa de calentar la cena y la cocina estaba ya apaga. En el calentador de agua habían cesado de arder los quemadores. Yo estaba de frente a la "trébede" (estructura parecida a una chimenea que se usa como cocina y calefacción, asiento o lecho. .Es típica de los pueblos de Tierra de Campos en Palencia). Mi acompañante estaba sentado en el sillón del tío cura, el extremo del banco al lado de la trébede, junto a la lumbre. En ese momento el otro albañil abrió la puerta del baño, en el otro extremo de la casa, y una corriente de aire atravesó salón y el pasillo penetrando en la cocina y provocando en ella una corriente a ras de suelo que movilizó el gas embolsado en el compartimento de la bombona y en los alrededores de la viejísima cocina de gas. Una legua de fuego se inició junto a las llamas d ela trébede y recorrió en décimas de segundo el suelo de la cocina envolviendo la cocina de gas. Al tiempo una sorda explosión del gas inflamado se escuchó en la estancia. Estupefactos, tardamos un segundo en reaccionar. Sobresaltado, me lancé sobre la cocina de gas, abrí la puerta del compartimento de la bombona y cerré la palanca de la alcachofa; después la extraje de la bombona. Evalué los daños. Nada parecía estar ardiendo y tampoco se apreciaba un calor excesivo. Gracias a Dios, no fue mucho el gas acumulado al haber tenido la precaución de abrir las puertas. Peor pudo ser muy, muy grave... realmente mortal.

Pasado el peligro, con el problema controlado, le comente con cierto nerviosismo a mi interlocutor: "¡Pensábamos que el peligro estaría en el techo y resulta que estaba en el extremo contrario!" Yo hubiera dado gracias a Dios si hubiera creído en él, porque esta vez sentí muy claramente sobre la nuca el abrasador aliento de la muerte.

No era una espada de Damocles, la parca amenazaba con la guadaña a ras de suelo. 

martes, 15 de septiembre de 2020

Carta para el pequeño Pedro.

 


Soy su tío abuelo, pero apenas me conoce. No hemos podido vernos y abrazarnos; el coronavirus levantó un muro invisible entre él y yo. Por otra parte yo soy tan tímido que incluso sin obstáculos no sabría acercarme y mostrarle mi afecto. No fui educado para ello y, pese a lo sencillo que es, lo sé; ahora no encuentro la manera.

El entusiasmo cunde entre la familia. Se activa en sus miembros toda la paleta de sensaciones: Desde los ojos que te ven como "el más guapo el mundo", hasta un la exageración gustativa "Me lo como", a  la alusión disparatada a maravillas olfativas "Las cacas de mi nieto no huelen mal", pasando por las caricias en la piel: "!Quiero achucharlo!" o la babas que cuelgan de los labios ante tus balbuceos...

Todos le festejan, todos le idolatran. Es el nuevo Príncipe del reino familiar. Acapara día y noche la popularidad y el interés.Todos son mimos y regalos para el  recién nacido. Todo caricias y sonrisas. Monopoliza la presencia de los familiares ociosos: madre, tías y sobrinos todo el día  a tu alrededor. Y, los que no pueden estar todo el tiempo a tu lado, reclaman noticias e imágenes suyas constantemente. Es ya un popular influencer a sus pocos días.  Son cientos las imágenes, los videos, los partes diarios...  Eclipsa, sin proponértelo, al resto de la familia: solo existirá él durante unos años... Después empezará  un nuevo capítulo en su biografía que se titulará: El Príncipe destronado.

Me comparo contigo, Pedro, en la medida de lo que sé de mi infancia. Mi madre con grandes estrecheces económicas, ayudando en las tareas agrícolas en el pueblo; con mi padre trabajando en una provincia lejana; con una humilde cuna de mimbre, con un chupete de bote y tetilla; sin pañales desechables, sin bañerita... Con vestiditos echos por mi propia madre, sin pijamitas, ni manta de actividades, sin cochecito... Con mi ropilla usada, de tercera o cuarta mano, lavada mil veces en el río y el lavadero del pueblo... Mi madre enjuta, mal alimentada, sin sacaleches, ni medicinas, sin pediatra en muchos kilómetros... 

Sorprendido por el efecto que causas, por el enorme poder de seducción que despliegas a tus pocos meses, me quedo fascinado ante el baño de caricias, de atenciones y regalos que se despliega. Entiendo las caricias, Comparto las atenciones (aunque pienso que algunas sobras y obedecen más a propias gratificaciones de quienes las realizan). Comprendo los regalos... pero este asunto se desbordó hace tiempo. Le han comprado ya tantas cosas que, si esto sigue así, el mundo pronto no podrá satisfacer sus necesidades, tanto ha consumido, tanto ha estrenado...  Es muy posible que, después de esto, no entienda que algo se le niegue y exigirá más y más; y lo hará desde el convencimiento de que se le debe. 

Yo, que no soy mucho de regalar "cosas" también quiero hacerle mis regalos. Extraños regalos para muchos, pero importantes, os aseguro. A veces resultarán incomprensibles, incluso frustrantes en ocasiones; pero espero que algún día Pedrito sabrá apreciarlos. 


Carta a Pedrito.

Pedro, recién nacido; Pedro chiquitín:

Aunque en tu casa no caben más regalos, pese a que lo tienes aparentemente todo y tienes a todos; bien que ningún objeto te falta y tu colección de complementos infantiles está completa, yo te quiero regalar...

Te regalaré silencio allí donde la algarabía aturde tu percepción sensible, apenas estrenada.

Te regalaré distancia cuando se agolpen ante ti las famas insaciables; el ejército de protagonistas que exigen su papel y su foto.

Te regalaré sonrisas donde la risa y la carcajada resuenan ya como una tormenta.

Te regalaré paciencia para sobrevivir a los agobios, a la apremiante prisa por crecer.

Velaré tu sueño cuando, agotado, te venza el cansancio y las exigencias de la gente a la que has de agradar.

Te regalaré un claro de luz en la cerrada selva de los afectos, una ventana hasta el cielo para respirar.

Te regalaré el  mar cuando te arrastren al páramo reseco, al país de los olivos polvorientos y de las aguas duras.

Te regalaré la tristeza cuando haga falta, te daré a probar el ácido sabor de la libertad. 
Yo te regalaré respeto y también te lo exigiré. 
Te brindaré  una pequeña porción de sabiduría, la poca que he conseguido reunir. 
Te ofreceré dolorosos dones: la enojosa justicia, la costosa libertad, la hermosa tristeza...

Construiré para ti un juguete inesperado, irrepetible; y cuando juegues, nadie te impondrá reglas, ni exigirá normas: serás tú quién las cree.   

Te pagaré un viaje  hacia las estrellas, una aventura hacia lo desconocido.  
Heredarás una canción, te la cantaré en la cuna cuando nadie nos oiga. 
Te dedicaré un libro y leeré contigo las primeras páginas para luego, cuando ya sepas leer, dejarlo en tus manos y que seas tú mismo el que descubra su magia.

Te escribiré un poema, uno que nadie más leerá; porque solo tú tendrás las claves par descifrar sus secretos y encontrar su oculta belleza. 

Y, algún día, te ofreceré mi partida y te regalaré mi ausencia. No dejaré que mi presencia te asfixie. Y entonces, te quedará el inmaterial legado de mis recuerdos.  

 

domingo, 2 de agosto de 2020

Desescalada

El gran Augusto Monterroso nos regaló una obra maestra del microrrelato donde, con una sola frase, nos provocó inquietud, inseguridad,  suspense y miedo.

Voy a jugar a continuarlo bajo la perspectiva de la pandemia actual y del hecho de una desescalada que se presentaba como un esperanzador despertar; pero se revela ahora como una amarga incertidumbre.


Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí...



Pero él seguía sin verlo.

Por todo el pueblo la gente blandía sus escudos de tela y de papel que, con gran facilidad, eran traspasados y lograba incrustar sus espículas entre sus carnes.

Los nuevos caballeros luchaban contra el dragón cubiertos por sus armaduras de plástico y sus cascos transparentes.

Los sabios publicaron los signos de su llegada: Un calor desacostumbrado, privación del gusto y del olfato, opresión en el pecho, escozor en la garganta... así se anunciaba el monstruo que, cuando llegaba, te aplastaba los pulmones oprimiendo tu pecho hasta que morías axfisiado.

El monstruo elegía preferentemente a los más débiles y viejos. Cuando se apoderaba de algún anciano su muerte parecía inexorable.

Decían que la bestia era un rey. Lo suponían por la corona que le cubría. Se calcula el número de sus huestes por gugols y su capacidad de regenerarse resultaba asombrosa.

El enemigo aprovechaba las alegres reuniones de los aldeanos -los bailes al anochecer sobre todo- para, sigilosamente, acercarse a ellos y apresarlos. Su llegada era cautelosa y, sólo tiempo después, los pobres diablos se daban cuenta de que habían sido capturados por este enemigo invisible.

Era capaz de permanecer agazapado en pieles, superficies, líquidos y todo tipo de espacios. Se mimetizaba perfectamente en cualquier ambiente. Resistía a la intemperie durante días y, aún débil, era capaz de destrozar a su enemigo desde dentro.

Los magos del poblado impusieron mágicos rituales para repelerlo: enérgicas abluciones, máscaras y antifaces ridículos, el toque de queda...

Los brujos del reino trabajaban sin tregua en un conjuro que detuviera al dragón; pero -aprendices todos en esta nueva magia- tardaban demasiado en dar con el sortilegio adecuado. La gente se impacientaba.

Los sacerdotes se apresuraron a propagar desde sus púlpitos que el monstruo era un enviado del diablo por las conductas disolutas de los hombres.

Algunos caudillos animaban a sus vasallos a tratarse con pócimas misteriosas. venenos en realidad. Hubo gente que murió por seguir estos criminales consejos.

Los jefes de las diversas tribus, especialmente los de clanes más poderosos, quisieron mostrar fingida fortaleza e indiferencia ante la amenaza. Estuvieron a punto de ser devorados junto con su pueblo. Curiosamente las tribus gobernadas por mujeres, que no necesitaban probar ese tipo de valor, evitaron al monstruo con mayor eficacia.

Los nobles del país abogaban por exponer ante el monstruo a la mayor parte de la población. "Así, los que resistan -decían- sabrán cómo vencerlo y acabaremos con él. Es inevitable que muchos mueran. Cuanto antes se de la batalla, menos perjuicio al comercio de las ciudades. Al fin y al cabo, no creo que llegue el fragor de la batalla hasta nuestros palacios."

Al no poder visitarse, los ciudadanos idearon un código con banderas para hablar con el vecino. A todas horas, desde cada ventana, desde los tejados y los patios había un continuo agitar de enseñas pasándose novedades y mensajes. Gracias a esto, algunos no se volvieron locos.

En el atardecer, la gente de las aldeas, salían de sus escondrijos y se ponían a aplaudir y cantar. Así exorcizaban su miedo y animaban a los guerreros en su lucha contra el monstruo.

Parecía que este enemigo careciera de cuerpo. No se hacía visible. Imperceptible como era, provocaba aún más desánimo y arruinaba la moral de la población. Muchos obraban en rebeldía relajando las defensas o exponiéndose imprudentemente en el filo de las murallas.

Los campos dejaron de trabajarse, los artesanos abandonaron los talleres, en los hospitales expulsaron a los enfermos habituales para dejar espacio a los heridos en la nueva batalla.

Algunos, que habían aprendido cómo vencer el monstruo, dormidos en sus laureles, olvidaron sus estrategias. Esos vencedores de la primera oleada no resistieron después la reanudación de la batalla.

Y el día que se supo cómo derrotar al monstruo, los reyezuelos codiciosos de muchos reinos egoístas se callaros en secreto. Y solo lo vendían con alto precio y solo a sus amigos.

Un día, el monstruo desapareció. Cuando despertaron ya no estaba allí. Los supervivientes miraron asombrados alrededor y descubrieron que la amenaza había desaparecido. Al igual que muchos de ellos...