domingo, 15 de octubre de 2017

Iubilare: Gritar de alegría




Definen el júbilo como una alegría extrema que se manifiesta con signos externos ("Dar gritos de júbilo", por ejemplo). La RAE dedica las dos primeras acepciones del verbo "jubilar" considerándolo "una dispensa o cese (por razones de edad, decrepitud, largos años de servicio o imposibilidad) del desempeño de su carrera laboral o destino" aunque en tercera acepción le añade un matiz coloquial algo despectivo: "desechar algo por inútil".

Yo he sentido un júbilo extraordinario en mi reciente jubilación. No me he prodigado en signos externos (siempre he sido muy reservado y discreto respecto a  mis sentimientos), pero me he sentido emocionado y agradecido como pocas veces en mi vida por las muestras de afecto y consideración de mis compañeros profesores  y  mis alumnas (y sobre todo por mis ex alumnas de cursos pasados). La verdad es que había decidido hacía tiempo jubilarme este año. Quería aprovechar la oportunidad que actualmente tienen los maestros de hacerlo a los 60 años, pero lo hubiera hecho igual  (por imposibilidad para el servicio) si no me alcanzara la actual normativa. Ni la edad (todo el mundo me considera muy joven para jubilarme), ni la decrepitud (aún mantengo los reflejos de la profesión), ni los largos años de servicio (38 en la escuela) son las razones para este cese: la causa es una hipoacusia bilateral sensorial que me impide entender con claridad lo que mis alumnos me comunican. No admito, por ética personal y profesional, el haber deseado en ocasiones que mis alumnos no me pregunten ante mi dificultad para entenderles. En estos últimos años, sabiendo cercana la edad de mi dispensa he echado el resto, he aguantado con el último aliento pedagógico unas clases que, gracias a Dios, me resultaban amables. A todo esto hay que añadir que padezco un desesperante martilleo sonoro producido por unos acúfenos desquiciantes. Pese a la aparente comodidad de mi trabajo, volvía a casa agotado.  Los efectos de esta situación sobre mi autoestima resultaron devastadores. Las manifestaciones en mi estado de ánimo, en mi carácter nefastas. Como pude, y muchas veces con ayuda de los compañeros, lo sobrellevé con dignidad.

Así que llegado el 12 de octubre cuando toda la nación celebraba la Fiesta Nacional, en el día en que se conmemora la Virgen del Pilar Patrona de tantos lugares y corporaciones, en la fecha de mi sexagésimo cumpleaños yo me jubilaba como maestro de toda la vida. La víspera, en un alarde de generosidad y empatía poco habitual en mí, invité a chocolate con churros a todos los funcionarios del centro en el que trabajaba algunos de los cuales no conocía siquiera de vista. Después lo hice igualmente con mis alumnas (y en esta ocasión conociendo perfectamente a todas y cada una de ellas). Liquidé la tarjeta de crédito del economato en un pedido de coca colas, refrescos y aperitivos; y preparé como pude la canción de karaoke "Meco Melancolía" (con música de Sabina y letra inventada por mí) dedicada expresamente a ellas. Además escenifiqué una divertida parodia de la canción de Riqui López "Hombre despechado". Dado mi carácter ermitaño fue  todo un derroche de simpatía y una exposición social sin precedentes por mi parte. Yo tenía la certeza de que mis alumnas agradecerían este gesto, lo sabía por sus comentarios y confidencias, conocía bien lo mucho que valoran estos pequeños detalles; pero lo que no adiviné fueron las muestras de cariño y aprecio que me dedicaron. Emocionado, leí una a una, la larga lista de dedicatorias y frases amables  que en folios coloreados y cartulinas primorosamente decoradas habían confeccionado para mí. Recibí, tasándolas como oro de muchos quilates, los pequeños y humildes regalos que desde la precariedad de las celdas de una prisión habían confeccionado para regalarme: una magnífica bufanda tejida durante largas horas, un pisapapeles adornado con flores secas y barnizado con laca de uñas, una pulsera esmeralda de minúsculas perlitas de plástico, unas delicadas flores de papel con su mariposa de hoja de lata cubierta de brillantina... Y luego vinieron los besos y los abrazos. Las dulces palabras, tan cálidas y cariñosas, que me llevaron al rubor... Y la alegría por la pequeña fiesta, todo un modelo de orden y colaboración; y la pena sincera por mi marcha...  

Cuatro días después, cuando escribo estas líneas, aún siento flotar en el aire los ecos de aquella despedida. En estos momentos, en la soledad de mi habitación, concedo por fin permiso a un par de lágrimas para asomarse a mis ojos y deslizarse por mis mejillas. Me gustaría agradecer una a una cada muestra de afecto recibida, citar todos los nombres, dibujar todas las caras de quienes me manifestaron su cariño. Desearía sacar del rincón y subir a la palestra a la profesora que alentó este pequeño homenaje. Querría agradecer de nuevo la cercanía de mis compañeros en la comida "de principio de curso" (denominación críptica que también designaba mi jubilación), valorar el acierto de sus regalos (mérito extraordinario, pues pocos lo consiguen), reconocer su habilidad para sorprenderme con la asistencia de mi mujer...

Así que hoy, siento que he desechado definitivamente para mí la tercera acepción de la palabra jubilar: "desechar algo por inútil". Hoy me quedo con el origen etimológico de Iubilare: Gritar de alegría. 

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