martes, 31 de julio de 2018

Leyenda Negra



Estoy llegando a las páginas finales de un documento revelador. Se trata de un libro de historia publicado por una filóloga brillante; lleva por título  "Imperiofobia" y lo escribe Elvira Roca Barea.
Cuanto más leo, cuanto más me informo y recapacito, más percibo las sutiles o burdas manipulaciones a que nos somete la propaganda, la enseñanza y la propia historia escrita.

Desde hace algún tiempo me voy aficionando a los libros demitificadores de la historia oficial, al abordaje de los hechos pretéritos desde perspectivas diferentes: la versión de los perdedores, las memorias de los silenciados, la opinión de los ninguneados por los poderosos, por los intelectuales amparados por el poder. Me estimulan los títulos como "Historia de España contada para escépticos" (y tras similares de Juan Eslava Galán). Con el paso de los días y leyendo, leyendo, vas poniendo en su sitio a personajes firmemente asentados en los escalones del mérito oficial. Unos suben puestos como Cervantes que, pese a sus días cautivo en Árgel (o quizá por eso mismo) y sus días de cárcel por malversación se agiganta con el tiempo. Otros bajan los escalones de nuestra estima (como Pablo Neruda que abandonó sin rubor a su hija deficiente, o Rousseau que pese a escribir una obra monumental sobre la educación como es su ·Emilio" abandonó a sus hijos en la inclusa, o Voltaire que criticando desde su privilegiada posición de ilustrado la "ruinosa" economía del imperio español invertía su dinero en sus empresas...)

Desde que en el juicio del pasado de la humanidad apareció el "honorable" testigo de los textos escritos, desde el comienzo de "La Historia", pareció que se aclararían los hechos y las sentencias sobre los hechos de nuestro pasado serían más justas. Pero no es así. Ese decisivo testigo no es tan fiable como pueda parecer: Habla parcialmente de los hechos, lo hace interesadamente y, en ocasiones, miente descaradamente. Solamente otros testigos, de similar relevancia, pueden poner luz en sus deliberadas tergiversaciones. Tenemos ejemplos de textos históricos borrados intencionadamente, reescritos a medida de quién sucede en el poder; crónicas alteradas para favorecer la imagen de los gobernantes, historias inventadas para disculpar actos ilegítimos... Las memorias oficiales ganan batallas perdidas, glorifican los infames, justifican el crimen, ignoran el auténtico mérito, maldicen la veracidad...

El imperio Español, pese a disponer probablemente de la mayor cantidad y calidad de documentación verificada a nivel mundial sobre las acciones de un imperio, no supo contrarrestar la propaganda y las falsedades que impusieron sus enemigos desde las novedosas plataformas de la imprenta, las poderosas herramientas de la ilustración como su famosa enciclopedia o el propio humanismo alzado en portavoz de los nuevos valores de la humanidad.  

La Imperiofobia es un potente movimiento basado en los prejuicios y la propaganda contra una España imperial. Iniciado en la Italia del Renacimiento fue impulsado por los humanistas italianos y después desarrollado astutamente en los Países Bajos desde el mundo protestante.Después fue hecho suyo y agrandado por nuestros vecinos europeos especialmente ingleses, franceses y alemanes; hasta extenderse por los alrededores y el interior del Imperio. Sistemáticamente y sin tregua, la Leyenda Negra contra el Imperio Español, fue pontificada por humanistas e ilustrados y aceptada por extraños e ignorantes o por historiadores perezosos en la investigación de las fuentes históricas.

Elvira Roca delimita y aclara en su libro el concepto de "Imperio" (contrapuesto a "colonia"), analiza los principales imperios de la historia descubriendo sus numerosas coincidencias y realiza después un detallado estudio del Imperio Español. La erudición y documentación que aporta es impresionante (se notan aquí sus conocimientos de filóloga y su aplicación a la variación del significado de las palabras en función de su uso o como instrumento para modificar actitudes en la gente). Con el extraordinario apoyo de la abrumadora documentación que aporta la burocracia imperial española y la contraposición con los panfletos, textos y documentación oculta  por los países interesados en menoscabar el imperio demuestra la existencia de una falsa "Leyenda" ("Negra" es un adjetivo único y específico de la española).

Sus aportaciones arrojan luz sobre un periodo de la historia de España que a veces nos sonroja. Tras su lectura nos damos cuenta de que resultó un periodo extraordinario con unos logros que fueron silenciados interesada y sistemáticamente por las naciones de nuestro entorno y cuyas sombras fueron alargadas hasta lo grotesco por una eficacísima máquina de propaganda alentada desde el mundo protestante. El prejuicio de nuestra Leyenda Negra sigue anclado (como muy bien demuestra Elvira Roca) en la opinión de la mayoría de la civilización occidental.

Españolito de a pie, escéptico ya de las glorias patrias que nos enseñaros en nuestras escuelas franquistas, me reconcilio con nuestra historia imperial a la luz de estas nuevas perspectivas. Ni fue tan bueno, ni tan malo lo que se hizo durante aquellos trescientos años. Se hicieron barbaridades (que todas las naciones han hecho alguna vez y cada una justifica a su manera); pero también aportaciones asombrosas. Lo que no admito a estas alturas es que, como español,  me cuelguen el San Benito de "marrano", "bruto", "inculto", "bárbaro", "cruel", "demonio", "degenerado", "violentos", "pig", "fanfarrón", "manirroto", "corruptos", "vago", "inquisidores"... en fin la larga colección de estereotipos negativos que aún nos adjudican.  

Aparecen ahora en Europa (y en España tenemos varios ejemplos paradigmáticos) nuevos nacionalismos que aplican, como alumnos bien aplicados, esta maquinaria imperiofóbia (en nuestro caso antiespañola, a secas). Con las mismas herramientas de manipulación,  propaganda y el uso de las nuevas tecnologías de la información; intentar escribir una historia a su medida y crear estado de opinión. La nueva Leyenda Negra se alimenta de falsedades como "España nos roba" o medias verdades como "El Derecho a decidir". Vuelven a aparecer los antiguos calificativos imperiofóbicos: "ignorantes", "violentos", "degenerados", "manirrotos", "corruptos"...

Leo las últimas páginas en medio del desencanto producido al descubrir un mundo donde triunfan los eufemismos, vence la propaganda, sobrevive la mentira y se adueña del conocimiento el interés particular. Constato la ceguera de los intelectuales para ver dentro del pozo de su ego inventando un mundo irreal que, en su narcisismo, declaran como auténtico. Descubro su pecado de orgullo sin igual, su ceguera que ve la paja en el ojo ajeno, pero que obvia las vigas delante de sus ojos que sostienen el falso edificio de la historia oficial. Todo eso me produce la lectura de este libro. Sin embargo, como cada vez que nos acercamos un poquito a la verdad, mi espíritu se libera y se desprende poco a poco del uniforme con que hemos sido vestidos por la historia oficial.

domingo, 29 de julio de 2018

Parábola del jardinero


Yo tuve por profesor a Miguel Ángel Santos Guerra hace muchos años en Tui allá por 1973-74, cuando era profesor de filosofía en el instituto de esa localidad pontevedresa. Después, por circunstancias de la vida, perdí su pista. Su influencia, aunque él  posiblemente no lo sepa, fue grande para muchos de los que convivimos con él, de alguna manera le hemos tenido presente en numerosas ocasiones. Recuerdo incluso haberme acercado hasta su casa con un compañero con ánimo de  visitarlo cuando era director de un colegio en Madrid (en los años 81-82, creo recordar). Yo había aprobado las oposiciones a maestro en el 80 y,  junto con otro de sus antiguos alumnos que conocía su dirección, nos presentamos en su casa; pero no había nadie. Desde entonces no había vuelto a tener noticias suyas hasta que un día encontré en la web "La fábula del pato". Se trataba de un muy ilustrativo cuento sobre el valor de la la diversidad en la escuela. Lo leí con interés y me pareció muy original y acertada la forma en que acercaba el tema a quienes son profanos  en materia de educación.  Después encontré otros textos que fui recopilando: "Carta a una señora de la limpieza""Carta a un conserje"...  

Me gustaron aquellas parábolas que, al bíblico modo, acercaban los conceptos educativos a los no iniciados.

Hoy, Miguel Ángel, toca un tema que se presta a la parábola. Es verano y desde mi jubilación dedico un rato diario a mi pequeño jardín.  Casi inmediatamente surgió en mi cabeza la metáfora del jardinero.  La escribo a vuela pluma y admito que es un ejemplo trillado y nada original. Pero viene al caso.


" La parábola del jardinero"

El jardinero  siembra, esperanzado,  una de sus semillas más prometedoras. Piensa entonces  que adquirirá las formas y colores imaginados; pero la verdad es que ella crecerá como le de la gana. 

El buen jardinero espera, porque sabe que la planta está sana y conoce la evolución de las de su especie, que crezca de una manera armónica a su naturaleza. Y lo normal es que así sea; pero se equivocará si pretende convertirla en lo que no es. Lastimará su destino si alambra su tronco, poda excesivamente sus ramas y reduce la maceta a un mínimo cuenco donde las raíces se oprimirán en mínimos espacios. Si  pretendía mantenerla en su etapa infantil se encontrará finalmente con un delicado bonsai, pero ese no era el destino de su planta.     

Para que su planta alcance su  plenitud  debe darle los cuidados necesarios, que serán los justos: el sol y la sombra adecuada, el abono conveniente, el agua necesaria... todo ello ni más ni menos de lo preciso. Y, de esta manera, la mayoría de nuestras semillas germinarán y crecerán hermosas. 

Pero en su crecimiento pueden aparecer circunstancias que alteren su desarrollo. A veces ocurre que nuestra semilla está enferma,  es defectuosa,  sufrió daños durante su almacenamiento o al ser plantada. Entonces nacerá una planta singular que también puede ser portadora de singular belleza  aunque sea más pequeña, con menos flores o de formas menos espectaculares;  pero seguramente merecerá la pena y, cuando la mires, encontrarás una cualidad  especial y te admirarás de su valor de supervivencia.  

Otras veces tendrá que vivir en un jardín tan denso, tan competitivo entre pares, que quizá no pueda desplegar completamente su ramaje, o sus raíces tengan que pelear contra las otras por los escasos nutrientes. En este jardín tan selectivo quizá no sobrevivirá o puede que lo haga afectada de un raquitismo que la convertirá en un vegetal  mustio y frágil. 

En toda ocasión el jardinero tendrá, además, que estar atento a las enfermedades y plagas que pueden afectarla. Son situaciones que, si no son curadas a tiempo y con determinación, pueden dar al traste con un ejemplar perfecto. A veces incluso precisarán de amputaciones y tratamientos lastimosos pudiendo llegar a ser radicales en algunos casos.   

Con el paso del tiempo, el jardinero observa satisfecho como su planta crece, como toma completamente el mando de su destino. Sus raíces están bien asentadas, su ramaje es fecundo. Con su aparato radical, bien profundo, es capaz ya de conseguir agua por sí misma. Está bien protegida por su resistente corteza. Demuestra ya su fortaleza contra las enfermedades. Despliega su arborescencia de forma espectacular y una explosión de brotes, flores y frutos ilumina sucesivamente las estaciones de su vida. 

El jardinero disfruta de la planta que él ayudó a crecer. Y ella le corresponde generosa con su sombra y comparte sus frutos."

viernes, 27 de julio de 2018

"Haz ciento y yerra una"



Hay refranes que se ajustan como guantes a una situación concreta; uno de ellos, muy castellano, dice así: "Haz ciento y yerra una y será como si no hicieras ninguna" 

El actor de un favor puede ser en extremo generoso y errar solo una vez (no herrar ninguna, sólo Dios y le asesinaron) y su honra, por ello, debería ser grande . O bien puede errar muchas veces y, en buena lógica, su fama debería deteriorarse en consecuencia.Sin embargo para el destinatario de los favores no siempre existe una lógica matemática. Para un cristiano, por ejemplo, puedes haber hecho buenas acciones por centenares; un solo pecado te condenaría. Igualmente es posible que fueras un gran pecador: el arrepentimiento de última hora te daría pasaporte al paraíso. Lo deja bien claro Jesucristo, según consta en los evangelios, en la parábola de la oveja descarriada: "Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos" (Lucas 15,7) y en el evangelio extracanónico de Tomás añade que dijo a la oveja: "Te quiero más que a las noventa y nueve" (Evangelio de Tomás 107). Consciente de esta moralidad, Shakespeare, decide que su atormentado personaje Hamlet, aplace el matar a Claudio al encontrarlo en actitud orante pues cree que si lo mata en ese momento irá al cielo y piensa que no es lugar que merezca quién asesinó a su padre.

Y es que aplicando las leyes de la lógica a la moral cristiana surge esta cadena de silogismos:

"Si perdonas siempre eres bueno,
si perdonas siempre el malvado nunca aprenderá. 
Si alguna vez dejas de perdonar (por ejemplo para aleccionar al malvado),
será como si nunca lo hubieras hecho y entonces tú también serás malvado."

Que podemos concluir así:
"Ergo, mejor no perdonar (errar)
que quizás,al final, quizás te salves en un último perdón (arrepentimiento)".

Podríamos inventar un refrán complementario al propuesto para explicar la conclusión expuesta: "Van noventa y nueve erradas, pero acierta una y vas salvada" (en realidad ya existe en el refranero alguno apuntando en esa dirección: "La esperanza del perdón, alienta al pillo y al ladrón"

lunes, 23 de julio de 2018

Ahora que estás callada creo en tus palabras.


Es sorprendente la capacidad de escucharse a sí mismos que poseen algunas personas. En su avaricioso monólogo es capaz de insistir en trivialidades mientras se le comunican noticias trascendentes. Existe un horror vacui a no llenar la conversación de palabras, a quedarse callado: un pánico al silencio que tratan de llenar con una verborrea insulsa, pero con apariencia de comunicación. ¡Como si comunicarse consistiera en hablar sin parar!
Me exasperan las personas que me roban mi espacio y mi tiempo comunicativo, que se apoderan de mi turno, que interrumpen mi mensaje para superponer el suyo... las que nos intentan convencer de que todo lo saben, de que su anécdota es mejor, de que la idea que exponemos la pensaron ellas antes... Me revienta que me interrumpan continuamente diciendo "escucha"... justo cuando me tocaba hablar, justo cuando ellas acababan de terminar... Reclamo mis 5 minutos de exposición, mi derecho a ser escuchado sin interrupción. Su taquilalia es una cortina de humo para ocultar tus auténticos pensamientos. El torrente verbal que despliegan es una cascada de obviedades, una catarata de simplezas. Y no acepto su juego de quitarse la palabra, de celebrar continuamente lo que se dice para, a continuación, pasar a oficiante de mi discurso.

Hay personas que no comprenden el valor inapreciable del silencio. Eso es algo que solo entenderá   completamente el que perdió la capacidad para escucharlo.Quizás algún día lo consigan. Entonces, cuando esté callada creeré en sus palabras.

domingo, 22 de julio de 2018

La generación sí-sí

Oye, chaval, te lo cuenta un jubilado:

Yo soy de la generación del si-si
Sí, estudio.
Sí, trabajo.  Al menos hasta que me ha llegado una jubilación, actualmente digna, pero presuntamente escasa en breve.

Nací en Palencia y mi fecha de nacimiento hubo de retrasarse oficialmente dos días para  no pagar una multa por rebasar el plazo de inscripción; entonces un duro valía mucho.  El biberón era un bote con una tetilla que, a modo de globo roto se adhería a su borde (no sería mala cosa pues con 60 años aún conservo los dientes). El parque era una manta tendida en el suelo del patio y mi "au pair" era mi prima de 10 años que jugaba conmigo a lo bestia. 

Pasé la infancia sin teléfonos en casa y, para llamar (solo por algún asunto realmente importante) había que cruzar cuatro calles hasta la casa que tenía el puesto de telefonía para todo el pueblo (y nunca sufrí síndrome de abstinencia de smartfone, te lo aseguro). Sólo de mayor, en los años 80, mis padres pudieron colocar un aparto feísimo en el pasillo; pero las conversaciones eran obligatoriamente escuetas: ¡Cota ya, que corre el teléfono...! -me decían.

Viví en la época de las filminas de carrete, de las diapositivas con cambio manual y mis sensaciones visuales con ellas no si vieron superadas siguiera por "2001, una Odisea Espacial". No disfruté de la TV (en blanco y negro, por supuesto) hasta los 12 años y, mientras tanto, me conformé con la radio emocionándome con "Lucecita" y rezando el Santo Rosario por obligada prescripción materna; aquel suplicio era compensado con los "40 principales", mis verdaderos maestros de las nuevas tendencias musicales.  Jugué de adolescente con la sofisticada tecnología de walky-talky de saldo que interferían las frecuencias del hospital cercano sucumbiendo a la gamberra tentación de llamar a los doctores y comentar tonterías que, seguramente, no les harían ninguna gracia.
Vi un PC por primera vez en alguna oficina tributaria (no recuerdo donde) y después pude tocarlos en la secretaría del colegio, ya de profesor, y maavillarme ante el brillo verde fosforescente de aquellas pantallas. Fascinado por las nuevas tecnologías me apunté a un cursillo y programé en BASIC, incluso algo hice en LOGO (aquello era el "no va más" de la ciencia del momento). Compré mi primera cámara con la propina ahorrada durante dos años y, para ahorrar, hacía solo negativos que eran más baratos.En mi comunión vinieron a comer al menos 5 familiares y recibí regalos extraordinarios como una taza y una cuchara con las iniciales grabadas. Recuerdo emocionado como aquel día comimos pollo.

Merendaba pan y una pastilla de chocolate (de las trapa, que eran más gordas) unas veces y otras pan untado con aceite y azúcar (como las modernas tostadas, pero sin la mariconada actual de pasarlo por la tostadora). Durante una temporada en que escaseaba el aceite, lo alternamos con  pan empapado en vino y azúcar y ocasionalmente pan y cebolla como amantes pobres ("contigo, pan y cebolla)

Coleccionaba sellos ¿te lo imaginas...?  Unos cromos pequeñitos que se pegaban a las cartas (las de escribir, eso que ya no se hace casi nunca).Me acabé colecciones enteras (toda una lección de perseverancia personal y despilfarro de pagas semanales). Yo mismo, sin papá al lado, cambiaba cromos cada día en el colegio y en el paseo del Espolón, los domingos manejando con mis amigos informaciones confidenciales y secretas sobre quién ofertaba los mejores paquetes o hacía el cambio más ventajoso.


Fui pobre en un colegio de ricos debido a una accidente que incendió nuestro centro, un colegio subvencionado para niños sin posibles. Por desgracia la beca que nos dieron por ello no cubría ropas y materiales más adecuados para estudiar y jugar junto a la élite.Pegaba con engrudo de harina, borraba con migas de pan, apuraba el lápiz hasta rozar con la uña el papel y acababa la tinta las minas de los bolígrafos hasta dejarla completamente vacía. Aprovechaba las libretas, escribiendo incluso sobre las  pastas y reciclaba las usadas para pegar fotos de revistas a modo de álbum. Ya de mayor pude comprar una calculadora científica (que aún conservo) y yo mismo le confeccioné la funda cosiendo retales de skay viejo.

Comía de todo y lo comía "todo". Si además podía repetir lo tomaba como una fiesta. Me servía de la fuente lo me tocaba sin permitirme escoger: jamás hubiera planteado que me gustaba más el muslo o la pechuga, o pescar el trozo más grande de chorizo en las lentejas: se servía uno lo que te tocaba y punto. Un pastel era cosa extraordinaria. Una o dos veces al año, no más. La gula insatisfecha me llevó a robar las únicas cinco pesetas de mi vida para comprar uno a escondidas cuando tenía 7 años.
Pero en casa de las visitas no aceptaba nada, o casi nada (la mirada materna ejercía de censora). Cuando por fin accedía, solo tomaba un poco (una galleta, un bocado...) Comía carne de ballena, "delicatesen" extraordinaria que ningún joven puede permitirse actualmente  (desde hace tiempo su pesca está prohibida). Recuerdo su textura de suave filete de ternera con cierto sabor a pescado.
Mis mascotas fueron dos pollitos amarillos comprados por una peseta en el mercado y que crecieron en el tejado de nuestra vieja buhardilla durante meses. Acabaron en la cazuela, el plato más indigesto que he tomado en mi vida (además de los puerros cocidos, que sin embargo ahora me encantan).
Leía con avidez lo  que tenía a mano, algunas lecturas tan extrañas como puedan ser las de la biblioteca de un tío que iba para cura.

Rezaba el rosario una vez al día. Aguantaba esa pequeña tortura sin rechistar. Durante años asistí a misa cada día y,  hasta la madurez, no falté a misa cada domingo. De mi paso  por las iglesias aprendí técnicas de meditación que serían la envidia de los gurús mediático hoy en día. Respiré incienso, aspiré el humo acre de los cirios y el perfumado de los gladiolos en las iglesias. Mojaba  mis dedos en agua bendita cada vez que entraba en los templos.  Aporté mi óvolo en la canastilla, con gran pesar de mi pobre peculio nfantil, cuando la pasaban a mi lado.  Canté con emoción los salmos e himnos religiosos,  he de reconocer que encontré aquello muy satisfactorio. Hice mi primera comunión henchido de fe y me descubro en las fotos serio y convencido . Me confirmé en medio de la confusión de miles de niños concentrados en la iglesia de S. Pablo, en la calle Alfareros de Burgos,  escandalizado en mi corta edad por el gamberreo infantil que se apoderó de aquella velada y que enfadó al propio obispo y avergonzó a nuestros catequistas.

No conocí la TV hasta las cinco o seis años (Las primeras emisiones e hicieron en España un año antes de mi nacimiento y no se generalizó el uso de los receptores hasta varios años despés). Televisión propia no tuvimos hasta que cuplí los 12 años y el blanco y negro fueron los colores de mis programas favoritos: Locomotoro, dibujos animados y el fantástico "El Hombre y la Tierra"... Creo que llegamos a usar las populares láminas de plástico coloreadas a tres bandas horizontales de abajo a arriba: amarillo, verde y azul que a veces, por pura casualidad, cuadraban con alguna escena de película del oeste coloreando la tierra, la vegetación y el cielo; ofreciendo una ilusión de color que nos fascinaba.

Nací al cine en el Círculo Católico (sesiones vespertinas, butacas crujientes, chaquidos de miles pipas entre los dientes, algarabía de gritos y comentarios en voz alta...) y después en mi colegio, el Liceo Castilla de los HH Maristas (recuerdo el preciado carnet, sus películas asombrosas como Pulgarcito, Ivanhoe...). Luego me regalaron un Cinexin y, tras ver muchas veces las mismas películas de papel vegetal, me metí manos a la obra con la producción de películas caseras en tiras de papel cebolla (aún recuerdo  el olor de la baquelita y la pintura recalentada quemándose por la bombilla de 60 W). Hice una película, mucho más tarde,  de dibujos animados, con ayuda del ordenador con un viejo programa ya desaparecido.

Vestí muchas veces ropas ajenas. Otras eran exclusivas (las hacía mi madre con retales baratos). Leí en libros prestados y acudí repetidas veces a la biblioteca. Realicé infinitas excursiones (a  pie) y almorcé siempre comida preparada en casa o bocadillos sin excepción. El primer restaurante lo  pisé no antes de los diez años y de cada plato me comía todo, hasta rebañarlo y dejarlo limpio como una patena. Más tarde, en mis primeros años en Madrid, aún acostumbraba a comer "obligatoriamente" todo cuanto me servían ("con un trozo de pan que tiramos come un negrito", nos decían para el Domun). Mi primera consumición "de pago" resultó ser una gaseosa (morreada a medias con mis hermanos) en el bar Miraflores, hacia los once años y resultó un extra que me fundió la propina del día.
Durante mi adolescencia mi máximo lujo consistió en comer  una bamba (bollo relleno de crema) los domingos. Hasta ahí llegaba el presupuesto, no más.


Conocí una parcela de la tecnología bélica infantil. Construí tirachinas y arcos con varillas de paraguas, dardos y cerbatanas.  Mi aventura con la escopeta de perdigones acabó en el momento de empezar. No soporté la masacre de un pequeño gorrión atrapado entre una espesa mata de zarzas y al que no cesaba de disparar a apenas dos metros. Cuando, por fin, cayó del tronco espinoso, contemplé horrorizado que había sido alcanzado por múltiples perdigonazos y apenas era ya una masa sanguinolenta. Más éxito tuvo el uso de tirachinas con el que alcancé algunos pájaros. Este modalidad me parecía más ética,  por eso la aceptaba. Por supuesto que utilicé la liga y la linterna por las noches para perseguir pájaros, como todos; incluso cacé murciélagos con el jersey mediante una técnica tan sencilla como efectiva. (prever la trayectoria de animal y lanzar el jersey a su encuentro, ahí la ecolocalización del pequeño mamifero volador no resulta lo suficientemente rápida como para que puedan maniobrar desviando su trayectoria y chocan con el jersey cayendo al suelo). La tortura de mis compañeros con la pequeña captura haciendo que "fumara" un pitillo nunca pude soportarla.
Así mismo logré pescar en una ocasión una boga "enorme" con un anzuelo fabricado con un alfiler y un sedal "de hilo de cose" que cogí del costurero materno. Sé que esto último no lo creerá nadie y por entonces en mi casa tampoco lo hicieron; pero allí presenté mi botín y nos lo comimos para cenar. La pesca de cangrejos con ladrillo (esa vieja técnicas que ya  pocos conocen) también era muy efectiva en el río Arlanzón. Sin embargo la pesca de truchas con tus propias manos aunque extremadamente difícil era una proeza al alcance de nuestras posibilidades. Lograr atrapar aquel ser resbaladizo y frío, que mil veces abarcas con tu mano y siempre acababa escurriéndose, bajo las grandes piedras graníticas de Navalguijo (Ávila) provocaban una satisfacción indescriptible. En las estrechas cavidades bajo las rocas se refugiaban decenas de aquellos peces y llegabas a rozarlos aunque casi siempre escapaban. Solo con la ayuda de un tenedor o una navaja lograbas ensartarlos y sacarlos fuera.

De nuestras dreas infantiles guardo el recuerdo de muchos chichones y de mis peleas en las pandillas juveniles aún me queda de recuerdo un perdigón incrustado en el codo.(¡Cómo se sorprendió el doctor que me hacía una radiografía muchos años después al ver aquel punto blanco brillante!)

Podría seguir hablando de la recolección de galipó, nuestro pegamento extraído del alquitranado de las calles; o de la compra en las droguerías de clorato de potasa con el que provocábamos pequeñas explosiones; o de algún que otro cohete fabricado con la pólvora de los fuegos artificiales que se exhibían en el río Arlanzón, o la exploración de las cuevas a la orilla del río, o la construcción de cabañas en el extrarradio burgalés, o las búsquedas en los  basureros y el montaje de ocultos laboratorios con material de deshecho de una clínica veterinaria, o la exploración de solares, o el asalto a las huertas de los alrededores (con incidentes armados incluidos)... podría buscar recuerdos en los rincones de la memoria, pero...  

Creo que ya te puedes hacer una idea de que existe la vida fuera de los móviles, de que hay diversión en todo tiempo y lugar, de que no hace falta ningún sofisticado aparato moderno para divertirse y de que el ingenio puede más que el aburrimiento.

Sí, puedes ser feliz, casi con lo puesto.
Sí, si persigues algo con ahínco lo lograrás.

Soy de la generación sí - sí. Y tú ¿de qué generación eres?



viernes, 20 de julio de 2018

Microrrelato



Allá abajo, frente a su ventana, entre los matorrales resecos, alguien había escrito con piedras amontonadas "TE QUIERO". Ella cerró la ventana de golpe. - ¡Majadero!, pensó para sí.