domingo, 2 de agosto de 2020

Desescalada

El gran Augusto Monterroso nos regaló una obra maestra del microrrelato donde, con una sola frase, nos provocó inquietud, inseguridad,  suspense y miedo.

Voy a jugar a continuarlo bajo la perspectiva de la pandemia actual y del hecho de una desescalada que se presentaba como un esperanzador despertar; pero se revela ahora como una amarga incertidumbre.


Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí...



Pero él seguía sin verlo.

Por todo el pueblo la gente blandía sus escudos de tela y de papel que, con gran facilidad, eran traspasados y lograba incrustar sus espículas entre sus carnes.

Los nuevos caballeros luchaban contra el dragón cubiertos por sus armaduras de plástico y sus cascos transparentes.

Los sabios publicaron los signos de su llegada: Un calor desacostumbrado, privación del gusto y del olfato, opresión en el pecho, escozor en la garganta... así se anunciaba el monstruo que, cuando llegaba, te aplastaba los pulmones oprimiendo tu pecho hasta que morías axfisiado.

El monstruo elegía preferentemente a los más débiles y viejos. Cuando se apoderaba de algún anciano su muerte parecía inexorable.

Decían que la bestia era un rey. Lo suponían por la corona que le cubría. Se calcula el número de sus huestes por gugols y su capacidad de regenerarse resultaba asombrosa.

El enemigo aprovechaba las alegres reuniones de los aldeanos -los bailes al anochecer sobre todo- para, sigilosamente, acercarse a ellos y apresarlos. Su llegada era cautelosa y, sólo tiempo después, los pobres diablos se daban cuenta de que habían sido capturados por este enemigo invisible.

Era capaz de permanecer agazapado en pieles, superficies, líquidos y todo tipo de espacios. Se mimetizaba perfectamente en cualquier ambiente. Resistía a la intemperie durante días y, aún débil, era capaz de destrozar a su enemigo desde dentro.

Los magos del poblado impusieron mágicos rituales para repelerlo: enérgicas abluciones, máscaras y antifaces ridículos, el toque de queda...

Los brujos del reino trabajaban sin tregua en un conjuro que detuviera al dragón; pero -aprendices todos en esta nueva magia- tardaban demasiado en dar con el sortilegio adecuado. La gente se impacientaba.

Los sacerdotes se apresuraron a propagar desde sus púlpitos que el monstruo era un enviado del diablo por las conductas disolutas de los hombres.

Algunos caudillos animaban a sus vasallos a tratarse con pócimas misteriosas. venenos en realidad. Hubo gente que murió por seguir estos criminales consejos.

Los jefes de las diversas tribus, especialmente los de clanes más poderosos, quisieron mostrar fingida fortaleza e indiferencia ante la amenaza. Estuvieron a punto de ser devorados junto con su pueblo. Curiosamente las tribus gobernadas por mujeres, que no necesitaban probar ese tipo de valor, evitaron al monstruo con mayor eficacia.

Los nobles del país abogaban por exponer ante el monstruo a la mayor parte de la población. "Así, los que resistan -decían- sabrán cómo vencerlo y acabaremos con él. Es inevitable que muchos mueran. Cuanto antes se de la batalla, menos perjuicio al comercio de las ciudades. Al fin y al cabo, no creo que llegue el fragor de la batalla hasta nuestros palacios."

Al no poder visitarse, los ciudadanos idearon un código con banderas para hablar con el vecino. A todas horas, desde cada ventana, desde los tejados y los patios había un continuo agitar de enseñas pasándose novedades y mensajes. Gracias a esto, algunos no se volvieron locos.

En el atardecer, la gente de las aldeas, salían de sus escondrijos y se ponían a aplaudir y cantar. Así exorcizaban su miedo y animaban a los guerreros en su lucha contra el monstruo.

Parecía que este enemigo careciera de cuerpo. No se hacía visible. Imperceptible como era, provocaba aún más desánimo y arruinaba la moral de la población. Muchos obraban en rebeldía relajando las defensas o exponiéndose imprudentemente en el filo de las murallas.

Los campos dejaron de trabajarse, los artesanos abandonaron los talleres, en los hospitales expulsaron a los enfermos habituales para dejar espacio a los heridos en la nueva batalla.

Algunos, que habían aprendido cómo vencer el monstruo, dormidos en sus laureles, olvidaron sus estrategias. Esos vencedores de la primera oleada no resistieron después la reanudación de la batalla.

Y el día que se supo cómo derrotar al monstruo, los reyezuelos codiciosos de muchos reinos egoístas se callaros en secreto. Y solo lo vendían con alto precio y solo a sus amigos.

Un día, el monstruo desapareció. Cuando despertaron ya no estaba allí. Los supervivientes miraron asombrados alrededor y descubrieron que la amenaza había desaparecido. Al igual que muchos de ellos...