martes, 27 de octubre de 2020

Sintiendo en la nuca el aliento de la muerte: ¡Cruza las piernas!



Hace ya bastantes años, en uno de los veranos que pasamos en Palomares del Campo y, con la intención de rellenar aquellos días que se me hacían aburridos, decidí hacer un curso de parapente. 

La JCCLM me brindó la oportunidad. Charo, que trabaja para ella, se enteró oportunamente de su programación y me propuso su realización. Además uno de los organizadores era Dani, un compañero sindical amante de la naturaleza y con  experiencia en preparar eventos deportivos al aire libre. Yo acepté encantado. Me inscribí. Charo habló a su compañero de que que asistiría y, supongo, le rogaría que estuviera al tanto de mi. Por edad (sería de los mayorcitos) y por mi espíritu del riesgo -le dijo- (algo con lo que no estoy de acuerdo con ella, por cierto).

Me presenté pues en el pueblo de Caracenilla, en las cercanía de Huete, que dispone de una muela de unos 1.040 metros en las cercanías del pueblo. 

El curso se realizaba los fines de semana y yo me acercaba con mi ford fiesta desde Palomares hasta allí pasando por  Huete.  En media hora me me encontraba con el resto de asistentes al curso en, creo recordar, la Casa del Canónigo; alojamiento de la localidad donde se hospedaban algunos de los participantes y donde comíamos la mayoría. Si no me equivoco la hija de los dueños del local era una ferviente aficionada a este deporte que había descubierto recientemente por medio de los mismos monitores y nos acompañaba cuando el tiempo y la actividad permitían vuelos interesantes.

El curso sería, posiblemente, uno de los primeros de la época. El parapente era ya un deporte asentado en España, pero aún no demasiado popular; al menos en la alcarria manchega. Dani, el organizador, estaba acompañado por un experto que realizaba vuelos biplaza y llevaba mucha horas bajo estas lonas voladoras. Recuerdo su aspecto delgado y fibroso y su obsesión por el deporte. Tras las comidas nos sorprendía a todos cogiendo la bici y haciendo una rutilla de 20-30 kilómetros bajo el sol manchego de julio "para descasar un poco la comida y aprovechar el tiempo". Él era quién nos subía con su todoterreno hasta el alto de la Muela para realizar los lanzamientos y quién nos acercó hasta Tragacete para unos lanzamientos más espectaculares, ya al final del curso.  

Recibimos alguna clase inicial de contenido audiovisual y nos leímos el cuaderno con nociones técnicas preparado al efecto (por cierto, despistado en algún lugar de la buahardilla). Luego practicamos mucho, muchísimo... el elevar la vela al viento desde el punto de lanzamiento, pero sin alzar el vuelo todavía. Cuando consideraron que ya éramos capaces de hacerlo bien nos acercamos a una loma cercana al pueblo y practicamos pequeños despegues y aterrizajes (descensos de unos 30 m. no más). Allí sentí la primera sensación de vuelo de mi vida (más allá de algún salto en educación física que no nunca llegó a más de 3 metros). Realmente me emocionó y me abrió el apetito: el gran salto desde la muela se acercaba.

Intentamos muchas veces ese salto iniciático; pero durante varios días el viento no se mostraba propicio (la ausencia de viento podría provocar que tanto el despegue como el vuelo en sí fueran muy peligrosos al faltar una sustentación firme de la vela). En lo alto de la meseta, junto al borde, alzábamos los anemómetros para comprobar, desanimados, que el viento seguía flojo. Por fin, un día, ya a última hora, cuando apenas quedaba una media hora de luz (volar de noche, naturalmente, nos estaba  prohibido), el viento nos brindó una oportunidad.

 -"Rápido, preparad el parapente, que saltamos todos" 

Y así nos preparamos todos, excitados par nuestro primer salto.

Con rapidez se fueron disponiendo los parapentes y, consecutivamente, en turnos de  diez minutos se sucedían los lanzamientos de forma consecutiva. Mi turno se acercaba y yo me esforzaba en controlar las mariposas que sentía en el estómago. Cuando me tocó a mí, las mariposas habían revoloteado tanto que sentí irreprimibles deseos de desalojarlas inmediatamente. Me excusé y me alejé tras unos arbustos, cediendo turno a los siguientes. No sé que pensarían los monitores (y el resto del grupo); pero no les culpo por ello: la imagen que daba era la de estar realmente acojonado. Repuesto (y desahogado) ocupé mi puesto, alcé el parapente, hice la carrera para tomar impulso y ¡salté! Salvada la parte más crítica (para un principiante) el vuelo era sencillo. Estaba limitado a dirigir el parapente suavemente en línea recta para aterrizar pocos minutos después al pie de la muela (nada de maniobras, ni curvas o caracoleos... y por supuesto nada de aventurarnos a  buscar las ansiadas térmicas que nos permitirían ascender y prolongar el vuelo...). El aterrizaje  entre en medio de un campo de rastrojos me pareció,  incluso, suave y elegante (tenía en mente los batacazos que sufrían los paracaidistas que había visto en  las películas de la Segunda Guerra Mundial en el día D). 

Fue allí, mientras recogíamos el equipo, donde nos visitó una pareja de cazadores malhumorados que se acercaron a protestar porque les espantábamos la caza. Apelaron, como suelen hacer, a su pago por los cotos, mientras que nuestra actividad no estaba regulada y era ilegal. Como curso organizado por la Junta, aquel argumento no colaba y el hecho de pagar no impedía que otros hicieran otra cosa... podían cazar cuanto quisieran, nosotros (como pájaros que vuelan libres al viento) no les íbamos a molestar. Pero uno de ellos no pudo contener su frustración y nos amenazó veladamente: ¡A ver si os vamos a confundir y apuntamos sin querer donde no es...! Eso ensombreció la conversación, acabó las buenas maneras y terminamos por despedirnos de malos modos.

Tras aquel mal trago, el resto de vuelos, eran esperados con impaciencia. Poco a poco probámos a girar un poco más el aparato, aterrizar en corto... incluso nos acercamos a las hoces de Tragacete donde había un lugar de salto donde, la mayor altura y duración (por no hablar del paisaje) del vuelo eran impresionantes. 

Uno de aquellos días, en Caracenilla, sin estar previsto lanzamiento alguno; se presentó una buena ocasión y se nos propuso aprovecharla para un salto. Solo se disponía de algunos parapentes, así que a  los voluntarios nos proporcionaron parapente según disponibilidades. Nos preguntaron el peso y yo, tonto de mí, y sin explicarme ahora por qué, les dije que 60 Kg cuando en realidad me acercaba a los 80.  Me miraron un poco extrañados, pero me dieron una vela para ese peso. Como el resto de las veces uno de los monitores se quedaba en lo alto de la muela dirigiendo el despegue y otro (con ayuda de un talky nos dirigía desde abajo). Tras alzar la vela con facilidad y hacer la carrera hasta el borde salté. Al estar ya en el aire noté enseguida que bajaba demasiado, que mi trayectoria no se mantenía tan horizontal como otras veces. Perdía altura y estaba muy cerca de rozar los salientes rocosos de la empinada ladera, literalmente pasaba rozándoles con el culo. Desde abajo debieron observarlo pues enseguida empezaron a indicarme que me elevara. Por fin, en zona más despejada, pude volar con la garantía de la lejanía del. Pero caía deprisa, tanto es así que no llegaría, por mucho, a la zona donde me esperaban. Tal como se desarrollaba el salto me dirigía justamente hacia unos olivos que quedaban a medio camino. Desde abajo, con urgencia, me indicaban: "¡Busca el camino!, ¡Busca el camino!! Yo distinguía un camino entre los olivos e intentaba encararlo para evitar los árboles. Me acercaba rápidamente y apenas conseguía ajustarme a ese carril despejado formado por aquella pista. De pronto cuando comenzaba a sobrevolar la parcela de olivos me gritaron: 

¡Cruza las piernas!, ¡Cruza las piernas!... 

Yo pensaba ¿para qué? pero les hice caso aunque enseguida hube de extenderlas para hacer pie sobre aquella calzada de tierra. Enseguida se acercaron por ver si me había ocurrido algo y me recriminaron que les diera una información errónea sobre mi peso. No hicieron más sangre con ello (tampoco hacía falta, con el susto que llevaba encima).

Ha pasado más de 20 años y he rastreado en la red para comprobar algunas informaciones sobre aquella experiencia. Caracenilla sigue siendo uno de los destinos típicos de los parapentistas (madrileños y castellano manchegos, principalmente). Posee tres establecimientos para alojamiento e incluso una escuela de parapente en el propio pueblo. Se siguen organizando cursos a lo largo del año. He curioseado las impresiones de los aficionados y encuentro opiniones para todos los gustos. Desde entusiastas declarados a escocidos comentarios de personas defraudadas por la escasa actividad y exceso de precauciones las prácticas: "No enseñan a volar mejor (aunque habrá de todo); pero, eso sí, aunque sí cobran y mucho" - señala uno de ellos que recomienda progresar practicando por libre con colegas enrollaos y aprendiendo a base de arrastrarse por rastrojos y romperse los cuernos-. Los más abogan por tomar todas las precauciones del mundo, que, lo reconozcamos o no, te juegas la vida: "Cualquier colega en una tarde con condiciones meteo estupendas te lleva a una laderita con 30m de desnivel cubierta por un manto de rastrojo suave que invita a deslizar el culo de tu silla por allí sin mayor problema acabando en un aterrizaje llano, con 2 km por delante, sin obstáculos de ninguna clase o a pasar unas horas levantando la vela campeando entre risas ... y cuando haces esto unas cuantas veces puedes llegar a creerte que ésto es volar; pero no es así. Eso sí forma parte del vuelo pero no es volar..."

La mayoría reconoce que puede ser divertido aprender con gente experimentada y voluntad de ayudar; pero si realmente se quiere aprender a volar con garantía y poder disfrutar han de hacerse los cursos, por más que a veces aburran con tanta precaución y seguridad o resulten algo caros. Hay que ponerse en la piel de instructor, que ha de tener en cuenta que un "novato" se la pueda pegar por falta de experiencia. ¡Qué hubiera sido de mí, si no fuera por las instrucciones que, ante las incidencias provocadas por mi despiste e inexperiencia, hubiera caído rozando los olivos sin cruzar las piernas... ¡Ay,ay, ay...! Creo que caerían algo más que aceitunas del árbol...


domingo, 25 de octubre de 2020

Mi bicicleta tiene airbag

En una ocasión convertí mi nevera estropeada en una frigobici. En otra, arreglé la batería eléctrica de mi bici con papel albal. Hoy os contaré por qué digo que mi bicicleta tiene airbag.

Nunca me ha importado confesar que, en ocasiones, rebusco entre los deshechos, que aprecio algunas cosas que se tiran a la basura, que reciclo explorando los descampados... Tampoco negaré que compro de lo barato (sí, me encantan los chinos), que regateo precios y que me inclino hacia marca blanca.

Así que, visitando ocasionalmente un supermercado de la cadena Lidl, en los contenedores de objetos interesantes a precios ajustados, encontré unas alforjas para bici con un precio rebajado. Solo quedaban dos ejemplares así que me apresuré a echarlos al carro. Fue una buena compra, las alforjas estaban muy bien; pero me parecieron algo "flojas", es decir la lona y correajes no resistirían mucho (y más, teniendo en cuenta que yo suelo forzar estos flexibles portaequipajes. Así que decidí reforzarla. 

En mi siguiente salida en bici pasaría por alguno de los polígonos de mi localidad para buscar materiales que sirvieran al caso y, de paso, encontrar algún material acorchado sintético para fabricar a medida un pequeño contenedor mullido para la batería de repuesto (a fin de transportarlo con comodidad y seguridad, permiténdome así poder duplicar distancias si, como es mi intención, me decido por completar la tantas veces pospuesta e interrumpida ruta del "Camino del Cid").

El "corcho blanco" (poliuretano expandido) no estuvo a mano esta vez, pero sí un material esponjoso con suficiente dureza (de los que emplean en embalajes para acomodar objetos delicados) y con la feliz particularidad de que se dejaba cortar muy bien con el cutter. (Fijé la posición en el GPS de mi cabeza con la intención de volver más tarde con el coche (eran piezas grandes, imposibles de llevar con la bici). Proseguí buscando mis lonas. Era domingo y los camiones de la basura ya habían pasado el viernes. No había nada en los contenedores que sirviera, pero en un apartado vial descubrí un coche desguazado, abandonado en la acera, frente a un taller. Me acerqué y arranqué parte de la tapicería con la intención de utilizarla como refuerzo. Con todo no estaba en muy buen estado y no me convencía demasiado -aparte del polvo y suciedad que acumulaba-). Sin embargo, cuando estaba a punto de irme, me fijé en que en este coche (que evidentemente había sufrido un aparatoso accidente y estaba en parte quemado) había saltado el airbag del pasajero. Allí estaba la bolsa de aire floja y vacía, pero con un tejido de nylon muy resistente y en perfecto estado.

Con mi navajilla corté la boquilla de ese globo salvavidas y me llevé plegada la bolsa en mi transportín. 

En casa reforcé con correas de bolsas reutilizables de la compra (¡qué material más majo y barato!) los puntos de mayor tensión, adapté una de las bolsa de rafia para cada una de las alforjas (lo que me permitiría extraerlas y poder descargar la bici con comodidad) y, tras descoser y cortar el tejido del airbag reforcé las grandes solapas de los cierres. Mis puntadas fueron un desastre; pero se disimularon con hilo negro (el color de las alforjas). 

Al final, sin cambiar su buen aspecto, quedaron perfectamene reforzadas por dentro. ¡Mi bicicleta tenía airbag!

 

jueves, 22 de octubre de 2020

Sintiendo en la nuca el aliento de la muerte: Explosión

El viejo tejado era un peligro: las tejas rotas y descolocadas, las vigas carcomidas, las ramas de brezo entrelazadas bajo ellas podridas... La tierra apelmazada que las sustentaba multiplicaba ahora su peso tras las lluvia y las goteras que la empapaba... ¡Un día caería el techo sobre nuestras cabezas"!

La casa de mi madre tiene cerca de 200 años. La construyeron sus abuelos, quizás los tatarabuelos -ella no lo recuerda bien-. Desde niña la conoció así: con sus paredes de adobes y el exterior trullado con barro y paja; con interiores enfoscados en una fina capa de yeso, con sufridas baldosas de dibujo geométrico en la planta baja y tablones en las habitaciones superiores, con las paneras tabicadas por adobes sobre las vigas y mínimos ventanucos sobre los tejados vecinos... La parte de atrás, las cuadras, todas en barro con sus pesebres junto a la pared. En la entrada un piso de cantos rodados empotrados en el suelo ante la puerta que estaba protegida por un mínimo tejadillo que hace un siglo tendría macetas con flores. Infinitas reparaciones habían mantenido en pie la vivienda: se derribaron los pesados muros de las paneras aliviando las vigas del techo de la despensa; se pavimentó de cemento esta última y se cubrieron con yeso las maderas que lo atravesaban, dejando las vigas a la vista; se realizó una columna de carga de ladrillo macizo para sujetar una parte del techo que se hundía, se habilitó un baño en la planta baja, se cegó el pozo de aguas insalubres, se arregló y reforzó el tejado, se pavimentó con cemento el suelo en torno a la fachada, se alzó una tapia de ladrillo con la calle tras tirar las antiguas cuadras y el portalón, se arregló el tejadillo de la tapia común, se rellenaron las grietas, se taparon agujeros, se pintó y repintó muchas  veces, se retejó otras más, se trullaron las paredes cada año...  se cubrió con moqueta reutilizada el piso del pajarón... En fin, un sin número de pequeñas obras que, cada año, nos ocupaban el tiempo y que, para mi madre, nunca eran bastantes.

Pero lo más preocupante era el tejado. En los últimos años el hijo mayor subía cada año, en alguna  mañana soleada a arreglar los estropicios que los elementos y los animales provocaban en las tejas: cambiaba las que estaban rotas, colocaba las desplazadas por el viento, aseguraba las que la garduña levantaba; limpiaba los excrementos de los gatos que taponaban el curso del agua, arrancaba los musgos que arraigaban en ellas... Cada vez que ascendía a través la pequeña claraboya lo hacía con el alma en vilo por el miedo de hundir aquel techo centenario. Las goteras de los últimos años habían obligado a colocar cubos y barreños en las paneras, a tender plásticos en el suelo y a vigilar con preocupación las humedades en torno a las vigas que lo soportaban. Alrededor de la claraboya se apreciaban las manchas de humedad provocadas por el agua que se escurría y algún travesaño entre las vigas había cedido ya podrido por la humedad y minado por las termitas. El año anterior habían crecido, con su sombrero hacia abajo, grupos de setas bajo las vigas. Telaraña y polvo completaban este singular ecosistema, territorio de ratones y gatos durante años. 

Este último año, el hermano mayor no se atrevió a subir. Tenía miedo de que el tejado se hundiera con su peso. Conocía los lugares seguros, pero había zonas peligrosas que no se atrevía a pisar. Además su mujer le había prohibido terminantemente que lo hiciera. Dejó pasar las dos semanas que estuvo en el pueblo sin hacer nada al respecto. Sus hermanos comentaron la posibilidad de encargarse ellos, pero él no se lo recomendó (se preciaba de conocer de primera mano el peligro que podía suponer). Acabó el verano. Llegaba el otoño. La cercanía de las lluvias amenazaba como húmeda espada de Damocles sobre el viejo tejado.  Al hermano mayor se le ocurrió pedir ayuda a un albañil conocido y, bajo un precio de favor, proponerle que hiciera un arreglo de urgencia. Tenía que hacerse en un par de días, un fin de semana y con buen tiempo (mucho pedir, pero el tiempo apremiaba...). 

Hubo suerte y este aceptó. Además, el puente del Pilar, pese a ligeras amenazas de precipitaciones, no llegó a ser lluvioso. Eso sí, cuando subían al tejado por la mañana lo encontraban completamente escarchado. Yo les advertí de cuantos peligros conocía o imaginaba, pero ellos subieron confiados y durante las dos jornadas trajinaron por la cubierta sin temor (eso sí, con gran cuidado). No llegaron a colocarse el arnés aunque venían preparados para ello. Tanto yo como mi madre no habíamos dormido las noches anteriores: anticipábamos un posible derrumbe y el consiguiente descalabro de los operarios; una sensación de culpa nos impedía conciliar el sueño. 

En el segundo día de trabajo, terminada la faena y sentados junto a la lumbre, comentaba esto último a uno de ellos mientras el otro estaba en la ducha. Mi hermano, que esperó nuestra llegada la tarde anterior, me había advertido de que olía un poco a gas, pero no me preocupé demasiado (la cocina siempre tuvo mala ventilación y un poco de olor a gas estaba asumido). Ciertamente cuando calentaba la cena el olor del metil mercaptano que añaden al butano era más fuerte que otras veces, pero no le di demasiada importancia; eso sí, dejamos la puerta de la cocina abierta en comunicación con el salón y el baño. 

Acababa de calentar la cena y la cocina estaba ya apaga. En el calentador de agua habían cesado de arder los quemadores. Yo estaba de frente a la "trébede" (estructura parecida a una chimenea que se usa como cocina y calefacción, asiento o lecho. .Es típica de los pueblos de Tierra de Campos en Palencia). Mi acompañante estaba sentado en el sillón del tío cura, el extremo del banco al lado de la trébede, junto a la lumbre. En ese momento el otro albañil abrió la puerta del baño, en el otro extremo de la casa, y una corriente de aire atravesó salón y el pasillo penetrando en la cocina y provocando en ella una corriente a ras de suelo que movilizó el gas embolsado en el compartimento de la bombona y en los alrededores de la viejísima cocina de gas. Una legua de fuego se inició junto a las llamas d ela trébede y recorrió en décimas de segundo el suelo de la cocina envolviendo la cocina de gas. Al tiempo una sorda explosión del gas inflamado se escuchó en la estancia. Estupefactos, tardamos un segundo en reaccionar. Sobresaltado, me lancé sobre la cocina de gas, abrí la puerta del compartimento de la bombona y cerré la palanca de la alcachofa; después la extraje de la bombona. Evalué los daños. Nada parecía estar ardiendo y tampoco se apreciaba un calor excesivo. Gracias a Dios, no fue mucho el gas acumulado al haber tenido la precaución de abrir las puertas. Peor pudo ser muy, muy grave... realmente mortal.

Pasado el peligro, con el problema controlado, le comente con cierto nerviosismo a mi interlocutor: "¡Pensábamos que el peligro estaría en el techo y resulta que estaba en el extremo contrario!" Yo hubiera dado gracias a Dios si hubiera creído en él, porque esta vez sentí muy claramente sobre la nuca el abrasador aliento de la muerte.

No era una espada de Damocles, la parca amenazaba con la guadaña a ras de suelo.