Lunes, 13 de noviembre de 2017
A eso de las 7:30 noto a través de la rendija en la puerta de mi habitación que Jesús se ha levantado. Trajina en silencio por el albergue y, antes de las 8:00, lo ha abandonado. Yo me levanto entonces y rápidamente recojo mis pertenencias. Quiero desayunar en el bar El Chaparra *1 del que Rossi me aseguró que estará abierto a estas horas y comprar algo en la tienda de comestibles Alvi cuya dueña es muy simpática y tiene un sello muy bonito para la credencial. Ninguna de los dos establecimientos está abierto. Es lunes y probablemente es su día de descanso, así que sin desayunar y sin comida reciente he de emprender la marcha. Mal empezamos.
Bajo esa misma calle (que corresponde a la carretera M-241) hasta las últimas casas a la derecha y allí cojo el Camino de Fuentidueña que aparece marcado. Ahora la pista es de de tierra y grava y así continuaremos la mayor parte del camino que resta hasta Uclés. Se suponía que hoy haría mucho frío (las noticias anunciaban un descenso térmico importante) pero la mañana es muy agradable. Voy cubierto de camiseta y pantalón térmicos bajo del chándal y un polarsobre todo ello pero veo que pronto empezará a calentar. Camino durante un kilómetro hasta un cruce de cinco caminos y tomo el de la izquierda como me indican las señales. A medio kilómetro el camino corta varias trincheras de ferrocarril y, otro medio kilómetro más allá se interna bajo tres túneles consecutivos*2 *3. Por el camino me he ido quitando prendas y en el último túnel me desvisto completamente para quedar solo con el chándal y el polar. Allí tras subir encima de la colina que lo alberga, nos dejamos caer hacia la carreterilla llamada del Canal que seguimos hasta la M-240. La cruzamos unos 100 m. más allá, a la altura de un merendero de una sola mesa muy abandonado, y proseguimos perpendicularmente a ella por un camino flanqueado de fincas y chales para seguir por el Camino del Cercado junto al río Tajo hasta el puente cruzado por la M-241. Hay que andarse con ojo pues está en una zona de mala visibilidad y hemos de cruzar sin paso de peatones. Un cadáver de perro atropellado y ya momificado por el sol nos sirve de advertencia*4. Son las 10:15 cuando atravieso el río*5. De carretera a carretera habremos hecho un kilómetro. Pasado el río continúo por mi izquierda como bue peatón y me sorprende en la ladera un singular monumento homenaje a un motorista fallecido*6 (¿Hacen falta más avisos para advertir de peligrosidad de este tramo?). Continuamos medio kilómetro por el arcén hasta un pronunciado desvío a la izquierda*7 para tomar la Carretera del Whisky (no el whisky de la carretera, aunque muy cerca está la destilería de Doble V) anunciada por un cartel que indica 16 km hasta Baraja de Melo y de paso que nos dirigimos a El Ballestar, urbanización más extensa que el propio Estremera y que cuenta con un Hotel del tres estrellas al norte y uno gratis, 3 km en línea recta al sur, que se llama Centro Penitenciario Madrid VII de Estremera (saludo mentalmente al señor Oriol Jonqueras, que reside allí actualmente). Pronto la carretera se convierte en la calle Sabina que asciendo cansino hasta que se abre a un pequeño parque al lado del Hotel MR*8. Allí me detengo a tomar un café con leche grande (de medio litro). Fue un desayuno tardío que me llevo un buen rato acabar. Mientras, hago unas llamadas y pongo al día mis notas. No puedo quedarme mucho (ya quisiera, incluso a dormir) pues quiero llegar a Barajas de Melo antes de las 6. He hablado con Milagros, la teniente alcalde de Melo, y le he comentado que La Peseta no tiene habitaciones y que si era posible que durmiera en el polideportivo. Se extraña de que no tenga camas en esa pensión y le cuento la explicación que me dieron. Le informo también de que llegaré un poco tarde, como a las 6 y le aviso de que puede que llegue otro peregrino antes (se lo digo por Jesús, que estará en mi misma situación). Me asegura que hasta las 7 habrá alguien en el ayuntamiento que me pueda dejar la llave.
Emprendo la larga cuesta abajo que, continuando por la antiguamente llamada carretera del Whisky (hoy en bautizada en el callejero calle Enebro) me conducirá en un kilómetro hasta un pequeño puente sobe el río Calvache que cruzaré y después tomaré el camino de la Vega del Hoyejo, a la derecha, durante unos 12 kilómetros.
Sopla el viento en la bajada del Ballestar. Delante se extiende un largo valle con pequeños cerros a la izquierda y, a la derecha, extensos campos de labor preparados para riego por aspersión*9. Miles de aspersores dejaré atrás en esta travesía solitaria y dolorosa. El día promete ser duro; a la aspereza del camino (voy calzado con zapatillas ligeras pues las botas me molestan) se suman unos gemelos duros como piedras y los preocupantes avisos de algunos tendones a la altura de las ingles. Cada piedra puntiaguda que piso es una puñalada de dolor en la planta de los pies, cada cuesta abajo un suplicio para mis gemelos y, poco a poco, los tendones aumentan el volumen de sus quejas. Camino mirando al suelo, dos metros por delante, para sortear los guijarros con que pudiera lastimarme.Nada, ni una sombra se divisa, ni el más mínimo refugio en estos largos kilómetros de pista que transcurren paralelos a otro camino que se dirige a Barajas por el otro lado del valle. Recuerdo este tramo, realizado en bici, en un mes de junio hace tres años. Muchas veces nos mojaba algún aspersor estropeado que inundaba el camino con una lluvia refrescante. Entonces los maizales mostraban un hermoso color verde y los conejos cruzaban desde los maíces a los cerros por docenas tras cada curva. Resultaba espectacular contarlos mientras corrían asustados hacia sus madrigueras en la ladera. Sin exagerar vimos cientos de ellos. Hoy, con los campos cosechados y una pertinaz sequía, apenas asoma alguno entre la rala vegetación. Los cazadores casi los han exterminado, y lo que no terminaron ellos lo está completando la falta de agua. Todo el valle es un inmenso coto, cada 125 cansados pasos peregrinos se alza una placa rectangular que lo delimita.
Valle adelante, dos horas después, se amplían los cultivos también por la derecha de lo que parecen ser ¡cebollas!. Efectivamente en la zona del campo colindante con el camino los agricultores han hecho una selección desechando cientos de ellas por estar golpeadas, peladas o partidas; observo que algunas aparecen en perfecto estado*10. Tomo nota de otro ingrediente más para el menú del peregrino indigente. Se suceden curvas a un lado y a otro avanzando hacia el final del valle. El peregrino, muy cansado, busca un lugar agradable donde comer. Cree encontrarlo en unas casas, al fondo, entre árboles; pero resulta ser una finca vallada (Casa del Salobral) y además, justo en ese punto, el camino gira hacia la derecha bruscamente retrocediendo medio kilómetro por una pista asfaltada que atraviesa el centro del valle y cruza el Calvache por un pequeño puente. El viento otoñal azota el centro del valle por lo que tampoco es cuestión de parar aquí. Continuo por la nueva pista intentando adivinar la salida del valle: - Pero... ¿dónde diablos está Barajas de Melo? No puede ser que esté muy lejos ya. Se hace tarde. Estoy cansado. Me duelo todo el cuerpo. Tengo hambre y sed... Finalmente, desesperado, decido parar a la escasa sombra de un solitario taray*11 a la vera del camino. Me siento, derrotado, bajo el ramaje y descalzo mis pies torturados. En un minuto siento frío y me arrastro buscando el sol. Noto que los calambres amenazan mis piernas que se van quedando frías; he de cambiar de postura cada poco para evitarlos. Algunos movimientos hacen que me queje para mí mismo (también grité para desahogarme en medio de la soledad del camino) . Saco de mi mochila mis provisiones de emergencia y me zampo, bien regadas con agua, unas tortas de aceite y anís untadas con mermelada. Lo completo con algunas frutas. Pero no estoy a gusto. El aire me enfría rápidamente y, después, el continuar se hará más duro. Dolorido de cintura para abajo me curo torpemente los pies, coloco unos apósitos en las zonas amrcadas por las ampollas y roaduras y me calzo dolorosamente las botas.
Continuo muy despacio hacia Barajas. Cojeo ostensiblemente. Observo, desde la lejanía, que el último desvío que tomamos origina en el camino un zig-zag incomprensible. Parece más cuerdo que hubiera continuado por el otro lado del valle. Por fín, aparece a lo lejos Barajas de Melo con sus calles tendidas en la ladera mirando al mediodía. Con el pueblo a la vista se descubre en un pinar a la derecha un trozo de bosque pintado*12 *13. No es ta espectacular como el de Ibarrola en Oma, pero hay que darle tiempo. Poco a poco me voy acercando entre retales de tierras sembradas con algunas verduras que unos campesinos se apresuran a recoger, verdes aún antes de la llegada de las primeras heladas que están muy próximas. Han sido unos 7 km por este lado del río. Con estas verduras, algunas de ellas deshechadas, el peregrino indigente podría completar su menú en este día aciago: Conejo encebollado aliñado con tomillo del campo y, para completar, ensalda de tomate, y col con calabacines. Quizás pueda añadir alguna almentra al guiso, pues de estos árboles ya se ven algunos.
Entro en el pueblo y pegunto por el ayuntamiento.
- Siga esta misma calle y a unos 500 m. allí está.
- ¿Y el polideportivo?
- Otro tanto al otro lado, más p'allá.
¡Un kilómetro de punta a punta! Pues sí que es un pueblo largo ¡y en cuesta!
Poco antes del ayuntamiento encuentro el famoso bar La Peseta*14. Es un local más bien pequeño. Entro a echar un vistazo y probar suerte una vez más:
- Oiga, soy peregrino del Camino de Uclés. Llamé ayer y no tenían habitación. ¿Ha habido alguna cancelación, por casualidad?
- No, no tenemos nada. ¿Ha preguntado en el Ayuntamiento?
- A eso voy ahora. Gracias.
- ¿Vas a venir a cenar? Lo digo para que vengas pronto (antes de las 8:30) que a esa hora esto se llena...
Entro en el ayuntamiento*15 y en el moderno hall tres funcionarias trabajan en sus mesas. Me acerco a una de ellas que luce en su escritorio el cartelito de la OMIC y le pregunto si ella misma me puede atender. Le cuento la conversación que tuve con Milagros, la teniente alcalde. Y le pido educadamente que me proporcionen la llave, si es posible. La mujer consulta aquí y allá, llama por teléfono y escribe algo en un ordenador. Mientras ha entrado un señor con un maletín. Resulta ser el alcalde y nos presentamos. Le explico mi situación y parece extrañarse cuando le digo que la pensión Peseta está completa, pero no dice nada. Me pregunta si tengo ropa de abrigo pues hará mucho frío en el polideportivo. Le digo que voy provisto de doble indumentaria, pero que no tengo saco de dormir. Me mira preocupado. Pregunto si tienen mantas allí y la funcionaria dice que no. - ¿Y en Protección Civil? Allí sí y quedamos en que a la salida del trabajo me traerá algunas.
La amable funcionaria se ofrece a llevarme en su propio coche hasta el polideportivo. Me abre y enseña el aposento (el cuarto del material)*16. Nos dirigimos primero al cuarto del material y volvemos con dos colchonetas que dejamos tendidas en el suelo del almacén. El lugar resulta helador ya a estas horas de la tarde. El mobiliario consiste en unas estanterías con petos de colores, una carretilla con escobas, una vieja mesa, un destartalado sillón, un tendedero, un frigo desenchufado, una lavadora hace mucho tiempo en paro y ¡Gracias, Dios mío! ¡Un radiador de aceite cubierto de polvo! (Para mis adentros me propongo comprobar en cuanto sea posible si funciona). La funcionaria me explica el funcionamiento del tablero de luces, me muestra los vestuarios con sus lavabos y sus duchas (comprobamos el agua caliente del termo que funciona perfectamente). Me despide para que me duche y me promete que volverá a las 7 con alguna manta. Yo me quedo en mi guarida municipal con el radiador enchufado y comprobando, desilusionado, que no funciona. Me ducho en el vestuario helado por las corrientes de aire de los ventanales abiertos. El chorro de la ducha resultaba delicioso en ese entorno, pero al cerrar el grifo la piel se erizó casi instantáneamente. A toda prisa me sequé con la ropa sucia (sí, lector, el peregrino intenta viajar con lo menos posible y, muchas veces, suprime las toallas) y me vestí a toda prisa. Volví tiritando al almacén. Me coloqué todas las prendas que tenía y, poco a poco, entré en calor.
Salgo al patio que hay frente a la puerta y me recuesto un ángulo de la tapia mientras realizao las llamadas habituales: a mi madre, a mi mujer, algún mensaje a Rissi por whatsapp contándole las incidencias... En cinco minutos se hace de noche. Me acerco a la puerta a esperar la funcionaria co las mantas y, en ese momento, se acerca con su coche. Baja con una manta en la mano (¿Sólo una?). Yo agradezco la atención, bastante se ha molestado la pobre, pero no sé cómo pasaré la noche... Intentaré arreglar, a modo de manta, unos grandes paños de material parecido al fieltro que encontramos por el almacén.
Bajo a cenar a el bar Peseta. Llego pronto, como a las 7:15 y apenas tiene gente. Sentado ante la barra descubro a Jesús, el peregrino que me antecede en todos los pueblos. Le saludo y charlamos delante de unas cervecitas. Muestro mi curiosidad por saber donde se hospedará y me dice que en la Pensión Peseta, regida por la misma familia que el restaurante. Asombrado le pregunto cómo ha conseguido habitación si no había desde ayer y me cuenta que llamó al ayuntamiento y la persona que le atendió se encargó ella misma de acudir al bar (está muy cerca) y gestionarselo. Me quedo estupefacto y empiezo a comprender que me han tomado el pelo: para un don nadie que pasa por allí no hay sitio, ¡pero si te lo pide alguien del ayutamiento...! Sin poderlo evitar (o acaso lo hice a posta) exclamo: ¡Yo soy gilipollas! y razono en alto para que me oiga desde la barra el joven camarero que me han engañado miserablemente con lo de que no había plazas... por no tener padrino, claro. Algo exaltado, seguía mostrando con una media sonrisa, mi indignación y Jesús, beneficiado en todo este asunto intenta justificar a la dueña: -¡He tenido suerte! - dice. Notando qeu el tema le incomodaba cambiamos de conversación y nos sentamos a cenar en una de las mesas: me tomo un plato de chorizo con un par de huevos y patatas fritas. Luego café y copa que la voy a necesitar. Durante la cena hablamos de caminos y peregrinaciones, de cómo se ha prostituído al comercio el Camino Francés y que los restantes siguen sus pasos rápidamente. Hablamos de los encuentros casuales, la hospitalidad de los lugareños, de los rincones mágicos... Nos despedimos otra noche más y nos emplazamos para mañana en Uclés, si puede esperarme.
De vuelta al polideportivo veo aparcada junto a la valla la autocaravana de Rossi. Me había pedido que le avisara cuando volviera así que doy dos golpecitos en la puerta. Sale Manuel y le comento preocupado que he debido dejar las luces de todo el polideportivo encendidas pues está completamente iluminado. Me tranquiliza y me cuenta que las encendieron un grupo de guardias civiles jóvenes que echan un partidillo de fútbol sala a esas horas. En el almacén, Rossi (que algo debía saber) se empeña en que el radiador funcione. A base de probar nos dimos cuenta de que la rueda del termostato estaba atascada. Después de manipularla logramos que se moviera y ¡se encendió! La agradable perspectiva me puso de buen humor y olvidé hasta el incidente del la posada.
A eso de las 10:00, los guardias civiles terminan el partido y dejan el pabellón en la más completa oscuridad. Antes preparar mi lecho echo un último vistazo al enorme espacio de la pista. Me vienen a la cabeza las imágenes de otro polideportivo similar en Cálamo Baleira donde aún tuve fuerzas para antes de acostarme echar unas carreras y unos tiros por toda la cancha. Me v eo ahora a mí mismo cansado, con el cuerpo dolorido y las extremidades inferiores de mi cuerpo protestando. Acomodo las colchonetas junto al radiador que, sin calentar en exceso, produce un calor reconfortante. El sucio cojín que me prestaron lo envuelvo con el polar a modo de funda. Y me tiendo. Paso la noche alternando un costado y otro contra el radiador, pero me apaño para estar más o menos caliente. A medianoche, hube de levantarme y añadir los grandes trozos de fieltro: mientras un costado estaba calentito, en el otro se palpaba el frío.
Por fin, logré ese punto de arropamiento aceptable. Y dormí.
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