lunes, 19 de junio de 2023

Mi pobre brujita


Vinieron por la tarde. Llegaron en medio del sopor de la siesta reparadora de un día en el que estaba inexplicablemente cansado. Nada más abrir la puerta de la parcela el niño sonrió. Aceptó un beso y un abrazo y marchó corriendo a recorrer el patio. Se paró poco después esperando que alguien le siguiera; pero los adultos estaban muy atareados saludándose.

Fue pasando la tarde. Nubarrones en el horizonte presagiaban que la tarde de piscina proyectada se echaría a perder. Cuando mi sobrina, mi sobrino nieto Luisito y yo nos decidimos a darnos el chapuzón caían las primeras gotas. La piscina está cerca de casa y, de camino, le animaba a meterse pronto en el agua para no mojarse con la lluvia (me quedé con la duda de si entendió el contrasentido; solo tiene tres años).

Luego hubo baño. Al pequeño Luis le encanta el agua y a su madre también. Yo, por contra, era el primer baño en un año entero. La temperatura del agua era agradable; mejor que la atmosférica donde el aire enfriaba el delgado cuerpecito del niño, sin apenas grasa protectora. Pronto se cansó de estar en el agua. Por mi parte apenas me acerqué al pequeño; no quería que se asustara... No hubo aguadillas, ni saltos bomba, ni apenas juegos de persecución. No era cosa de que cogiera miedo y no quisiera volver a entrar.

A la salida, su madre, preocupadísima al verle tiritar, le secó con las dos mejores toallas y se las dejó de abrigo. Yo me hube de contentar con una delgadísima de franela. ¡Con lo bueno que sería que hubiera corrido un poco por el césped que, además de divertido, es el recurso natural de calentarse cuando se sale de la piscina y el aire está fresquito! En fin, patente de corso (curiosamente la contraseña para su Disney+ es "Luisitomanda").

Después pasamos una hora atendiendo a sus provocaciones, el juego de las pequeñas desobediencias... ¡Claro que el niño es feliz! ¡Tiene dos adultos a su disposición para jugar a romper los límites! Cuando volvimos a casa observo que cada día resulta más difícil que te de la mano para cruzar una calle, ya hay que forzarle. Estamos de acuerdo, su abuela y yo, en que con las personas de confianza se porta peor. Ahí está su mami, tan protectora, aquella a quién acudir buscando evadir la regañina.

Ya en casa, se desarrolla el drama de la cena: remoloneo en el puré, plantón en el petitsuit, negativa rotunda a las tres últimas cucharadas. A mí no me importaría que no comiera: su negativa llevaría a sus consecuencias: hambre (y entonces entenderá); pero una vez que se ha planteado que debe comer no se puede dar marcha atrás. Al final lo hace con la abuela y eso tampoco me gusta. No hay que permitir que elija administradores de alientos favoritos en la vital función de nutrición (podemos ser tolerantes en la de relación y daríamos total libertad de elección en la de reproducción).

Después hay que ponerle Disney+. Mi sobrina, que lo tiene en casa, al parecer no sabe hacerlo aquí (¿lo llegó a intentar?). Nosotros, por fin, cenamos. Aún vino Luisito a por un poco de torta de aceite; al parecer la negativa a comer no era por falta de hambre...

Tras la cena, volvió un rato con los adultos. Se le muestran los nuevos regalos comprados para entretenerle (¿es necesario comprarlos?) en este caso un ventilador accionado con la propia mano... Decido jugar un ratito y le pido que me de aire... Pícaramente se niega. Entonces le aviso que llamaré a mi amiga la bruja para que le castigue. Me levanto y salgo a buscar la marioneta de una bruja que compré hace algunos días con la intención de juntar una colección que me permita algún día hacer sesiones de títeres. Mi brujita, toda de negro, tiene un mecanismo que le permite estirar los brazos hacia adelante al accionarlos con el pulgar desde dentro del guante. Vuelvo y adoptando la voz rasposa de una vieja gruñona y salpicando el discurso con risas entrecortadas , amago con cogerle con las manos sarmentosas... Se ríe; pero en un momento dado asoma un gesto de miedo en su rostro. ¡Peligro!

Su abuela lo aprieta y aleja de la marioneta. Interpone su brazo ante los brazos descarnados del personaje retorciéndoles hasta casi destrozarlos. Mi mujer (su tía abuela) alza su mano por detrás de mi cabeza y aporrea la cabeza de la pobre bruja que se bambolea a derecha e izquierda hasta casi salir despedida; mientras exclama a voz en grito: ¡Mala, mala! repartiendo golpes al pobre muñeco y a la mano de quién lo maneja... ¡Pobrecillo! -Exclaman- ¡No le hagas pasar miedo! ¡No le hagas sufrir!

Yo retiro mi pobre bruja maltratada. ¡La que sufre realmente es ella, casi la rompéis! Y añado queriendo hacer pedagogía: "El miedo es una emoción necesaria" (y callo el añadir que la situación era un juego, un pequeño entrenamiento -una exposición al estrés, como diría un psicólogo- para que aprenda a controlar mejor los propios miedos cuando se le presenten. No quiero pecar de deformación profesional). "Los cuentos que más gustan provocan miedo -añadí- mientras pensaba en Caperucita o Hansel y Grettel. El miedo le gusta a los niños (y a los adultos, lo vemos en las obras de ficción de más éxito)".

Fue inútil. Todos celebraron con grandes gritos y risotadas la paliza sobre la pobre bruja que solo pretendía cumplir con su antipático papel en los cuentos. Huí a mi habitación dispuesto a esconderla en un armario antes de que acabaran con ella. Mientras la guardaba en su caja percibí su tristeza. Yo pensaba: ¡Pobre brujita mía; no nos dimos cuenta de que nos enfrentábamos a unas brujas mucho más peligrosas que tú!

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