viernes, 16 de junio de 2023

La Madreselva

 


La mirada de Lesly, la pequeña indiecita huitoto, nos habla de cansancio y tristeza. Un reflejo de miedo y desconfianza se asoma a sus ojos negrísimos.  Se deja atender por los soldados sin saber bien lo que está pasando. Mientras, de reojo, observa a sus hermanos pequeños atendidos por algunos de los militares mientras los otros -la mayoría- graban con sus teléfonos móviles. Su mente aún no ha salido de la selva y ya no recuerda el tiempo que hace que los duendes de la selva les acompañan. Oye que los militos hablan de 40 días; pero le da igual. Ha sido más que la mitad de su vida. A sus trece años ha vivido ya situaciones que muchos viejos no podrían ni imaginar. 

Lesly es hermana mayor. Quién no sea primogénito, quien no sea mujer, quién no sea de familia humilde; no puede imaginar lo que eso significa. Ella, la mayor, la hijastra de Manuel Racoque sobre el que existen fundadas acusaciones de maltrato y la duda de un intento de abuso... Ella, no tuvo otra opción, hubo de ser líder de aquel grupo tan frágil. Pese al miedo dirigió la marcha, estableció la intendencia, programó las acampadas, estableció las vigilancias, acopió y racionó las provisiones, cuidó y cargó con la pequeña, alentó a sus hermanos medianos...

En su estancia en la selva, estuvieron acompañados por la muerte el primer día y esta les visitó de nuevo en la cuarta jornada cuando, finalmente, se llevó a su madre Madalena. Rodeados de podredumbre y descomposición por todas partes, batidos por una naturaleza que les ablandaba con lluvia 16 horas al día,  cercados por ruidos que enmascaraban sus propias voces, privados de sol y de cielo por árboles de 50 metros de altura que les sumergían en la penumbra sin poder atisbar siquiera entre el follaje una montaña o descubrir un valle por el que salir. Rodeados por el agua descompuesta de charcos y ríos, con malezas impenetrables, mosquitos pertinaces, serpientes mimetizadas en la vegetación, arañas de picadura mortal, jaguares sigilosos... ¡Y el hambre! Pensando en cada momento en cómo dar de comer a sus hermanos;  observando las ramas de los árboles buscando monos a quienes seguir tras su rastro de frutos comestibles o tratando de dosificar la escasa fariña en el biberón de la pequeña Cristin para que durara lo máximo posible... 

Y los militares buscándolos, sin decidirse a mostrarse a la milicia por desconfianza, por miedo a que fuera la guerrilla o tal vez, por miedo a los hombres en general. Tapando la boca de su hermanita de un año cuando pasaban a escasos 10 metros mientras se encondían en los huecos de los árboles. Les aterraba el ruido de los helicópteros a los que no distinguían tras las copas tupidas de los árboles. 

Y al mismo tiempo deseando ser encontrados, no soportando ya el hambre que les atenazaba, sintiendo que era su única esperanza, sobre para el pequeño Tien Noriel y la frágil Cristin, que ya solo se alimentaban con agua. 

Los duendes de la selva, aquellos de los que hablaban los mayores de su poblado, les rodeaban. La selva era mágica, lo sabían. Quizá sus familiares estaban poniendo botellas de chirrinchi en las orillas de los arroyos para contentarles. Quizá la abuela, cuya voz, habían oído entre la espesura, estaba de verdad buscándoles y debían decidirse a mostrarse. Guardaba en su bolsillo un silbato, uno de los muchos que encontraron colgados de las ramas con sus cintas rojas. No se había atrevido a utilizarlo porque seguía teniendo miedo de aquellos hombre que les buscaban. Cuando finalmente les encontraron, tendidos sobre la lona que habían sacado del avión, se levantó y fue corriendo con su hermanito en brazos: "¡Tengo hambre! ¡Tengo mucha hambre!

Y ahora, en brazos de un soldado, la estaban izando hasta el helicóptero. Y, a partir de ahí, en su frágil vida comienza otra lucha en la nueva selva para la que no está tan preparada. 

La selva era como su mamá. Les protegía, cuidaba y alimentaba. Aunque les castigaba les había mantenido vivos. Ahora observa y habla poco. Deja que su hermana Soleiny hable con los adultos que les rodean. Sus hermanos quieren jugar, quieren pintar, comer pan con salchichas... Ella sigue vigilante. Sabe que existen peligros que desconoce. Sabe que algunas personas, como los jaguares, acechan buscando una presa con que cebarse. Se llaman periodistas, militares narcisistas, políticos aprovechados, profesionales dispuestos a lucirse, familiares que quieren sacar tajada, voluntarios que no lo eran tanto y, al final, exigen su paga. No se fía.  Y con razón.


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