jueves, 6 de julio de 2023

¿Lo compro o lo arreglo?


He vivido los tiempos en que las cosas se arreglaban. El coche solo iba al taller como último recurso y  las manos manchadas de grasa honraban al conductor detenido por una avería. Los juguetes tenían más vidas que los gatos. El costurero -bien provisto de botones y bobinas- era un elemento esencial en el armario.  En cada casa había una caja de herramientas bien provista y, en muchas, un pequeño tallercito.  La ropa vieja, tras su jubilación, tenían unas segunda vida como trapos y bayetas. La harina de trigo se prestaba para hacer de engrudo, la de almortas de masilla entre tableros; el aceite era también combustible del candil y podía llegar al grado de bronceador.  Los lápices se gastaban, la tinta de los bolis se consumía en su totalidad, los cuadernos se rellenaban hasta la última hoja (a veces hasta las pastas) y la basura y los desperdicios se aprovechaban para criar al chon en la pocilga que agradecía las escasas sobras de la comida. 

Los pañales no eran desechables, no existían las bolsas de plástico, las de papel tenían varias vidas y, en general, se usaban los sacos de tela y las cestas con usos infinitos. Cada tarro, cada botella vacía era un tesoro, se guardaban los tapones, las latas acababan su vida de maceteros, con las hojas secas hacíamos compost, los periódicos (además de usarse para encender la lumbre) serían para cucuruchos.

La comida era casera y a nadie se le ocurría comprar un pastel o un bizcocho si tenía un horno en casa. Las plantas ocupaban un lugar preferente en nuestra farmacopea y jamás se pagaba por un ramo de flores: ahí estaba el campo, salpicado de ejemplares sencillos y hermosos, como escaparte donde servirse uno mismo. 

Era la época del zurcido y el pegamento, de los zapatos remendados, del bricolaje y la artesanía, de la segunda vida de los objetos. El punto limpio estaba en un rincón del patio y los objetos allí depositados vivían una segunda o tercera vida antes de fallecer en la lumbre añadiendo con su último aliento una utilidad. 

Nada se tiraba y cada aparato, cada enser doméstico, en su ancianidad era respetado por su durabilidad, por su perseverancia...  Las tejas viejas estaban más valoradas por haber demostrado sus resistencia,  la ropa se heredaba y se lucía orgullosa de su historia compartida. Las herramientas servían a generaciones enteras y eran reparadas infinitas veces luciendo amputaciones, prótesis y reconstrucciones con dignidad. Viajábamos en el coche de toda la vida, lavábamos en la lavadora de la abuela, cosíamos con la máquina de coser que nos regalaron en nuestra juventud, nuestra vajillas era heterogénea pero estaba completa porque no había reparos en aceptar lo diferente, nacíamos en la misma cama que murió la abuela y su espíritu velaba nuestros sueños.

Huíamos del derroche: "Eres una estrozaora" -decía la abuela cuando observaba nuestra desidia en reciclar y reutilizar-. Recorríamos la casa para apagar las luces antes de acostarnos, cortábamos la comunicación cuando la llamada telefónica superaba los dos minutos, veíamos la tele a tiempo tasado y escuchar la radio era una actividad colectiva que, por supuesto, se hacía sin cascos -algo que nos hubiera parecido ridículo-. Nuestra alarma eran las campanadas de la iglesia y la puesta del sol nos decía la hora de volver a casa. 

 Ahora, en el siglo actual, en el tiempo de la obsolescencia programada, de comer a medias, de usar y tirar, de "no guardar trastos que me agobio"... En esta sociedad nuestra, la colmena ya no hace buena miel. Están muriendo las abejitas obreras y solo van quedando los zánganos. 

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