Un sol tibio y un cielo azul recibió el día de Reyes. Jesito paseaba por Barrio Gimeno con las manos en los bolsillos de su vieja trenca verde, raída en los bordes; aquella que tenía unos graciosos cuernitos de falso marfil que se introducían en minúsculos lacitos de cuero para cerrarla protegiendo a su pequeño propietario del gélido frío burgalés. La prenda, muy desgastada ya, había tenido servido a tres dueños con antelación; sus tres hermanos mayores la usaron por turnos y todos aceptaban el orden natural de las primogenituras; sin embargo el hermano pequeño no pudo evitar su decepción cuando mi madre se decidió en las rebajas por comprar aquel modelo: "No la compres mamá, que es muy fea y al final la tendré que poner yo..."
El pequeño, a sus siete años, había escapado hacia el bullicio de la calle huyendo de la estrecha buhardilla alquilada y de la presión que su techo inclinado ejercía sobre su espíritu. El techo se inclinaba desde una altura poco mayor que una persona hasta casi los pies junto a la pared.
De madrugada había despertado sobresaltado. Un reloj interior le advirtió de que llegaba la hora de levantarse y descubrir, expectante, los regalos que le habían traído los Reyes. Se levantó y corrió hacia el pequeño salón para ver, debajo de la claraboya del techo el pequeño montoncito de regalos. A sus ojos, era un grupo de juguetes grande y extraordinario; pero, cuando aparecieron sus hermanos mayores, comprendió que su parte quedaba reducida a una pequeño fuerte contra indios, con estacas de madera y suelo de cartón piedra, junto con un estuche de pinturas y un libro de cuentos. No faltaba, como era tradición, un buen pedazo de carbón dulce como advertencia (rica penitencia) por los días de enfado y sus gestos desairados ante las reprimendas paternas. Josito se alegró por su fuerte minúsculo (bastante holgado en realidad para su perspectiva infantil) y sus indios de plástico (una cantidad generosa para ser un capital prestado) pero sabía que eran juguetes baratos, de saldo...
Sus padres eran muy pobres y cada juguete era valorado como corresponde a quien solo dispone del mínimo capital de las propinas dominicales. En eso pensaba cuando llegó a la calle y enfiló hacia la fuente bajo los plátanos, situada en la esquina con la calle de San Cosme, cerca de la Iglesia. Echó mano al caño de hierro, pulido por tantas manos que se apoyaron en él y bebió a morro de aquel agua tan fresca. Luego cruzó la calle para entrar en el campo de carbonilla. Este era un gran solar rodeado por una tapia en el lado de la calle y bordeado por las vías del tren en el otro extremo, también tapiado para evitar merodeadores cerca de las vías. El suelo estaba pavimentado con restos de hollín y cenizas provenientes de los viejos trenes a vapor que se arrastraron durante décadas por los viejos raíles tendidos a su costado. Hacia el medio campo, al otro lado de la tapia, había un espacio cubierto que, suponíamos, fue en tiempos cobertizo de locomotoras en una de las líneas, hace tiempo desmantelada. Allí se alzaba una cubierta de hormigón que albergaba un almacén del Ayuntamiento. La tarde anterior Jesito había asistido como todos los años a la Cabalgata. A sus ojos de niño aquel desfile resultaba fascinante: la muchedumbre flanqueando la procesión, la banda municipal abriendo el desfile con música vibrante, mayorettes con sus escenografías sincronizadas, carrozas empujadas por relucientes tractores llenas de luces alimentadas por grupos electrógenos apenas disimulados en sus remolques... Cada una de ellas era un homenaje a la fantasía, al cuento, al espíritu de la Navidad... Papá Noel, Elfos, castillos, dragones, delfines, exóticas escenas en el Nilo, Ángeles, Cometas, pastores... y en lugar de honor, los Reyes Magos con su pléyade de pajes infantiles y mujeres vestidas de hadas de deslumbradora belleza.
Relucían las carrozas en medio de la noche y, desde lo alto de las torres de sus palacios, llovían caramelos y sonrisas. Los niños se abalanzaban sobre aquel derroche de dulces y, agachados o de rodillas, se afanaban en coger los caramelos que rebotaban en las aceras entre los pies de los espectadores. Josito había juntado un buen montón de caramelos y, expectante, vigilaba aquellas manos tan hermosas que se introducían en el saco y sembraban de golosinas un público infantil que se peleaba por ellas. Algunos adultos, tan avispados como abusones, desplegaban sus paraguas con el mango hacia arriba y sujetándolo por la punta, acaparaban una exagerada superficie que achicaba el espacio de los pequeños. Jesito torció el gesto y se apartó de aquellos aprovechados.
En el campo de carbonilla, sentado contra la tapia sobre el musgo del suelo sacó uno de los caramelos y retiró su envoltorio plateado. Lo metió en la boca y, bañándolo en saliva, lo apretó contra el paladar. Mientras paladeaba el dulce sabor del limón, y guiñaba un ojo por el toque ácido que lo acompañaba, preparó mentalmente su plan. Sabía que las carrozas del desfile se almacenaban justo enfrente de él, bajo la cubierta que también, muro mediante, cubría las vías. Era ya tarde y no faltaba mucho para la hora de vuelta a casa. En media hora se haría de noche y el frío y la oscuridad abortaría la aventura. Se le había ocurrido saltar la tapia y visitar el depósito municipal donde dormían las carrozas a la espera de ser desmanteladas.
No le resultó difícil ascender a lo alto de la tapia, lo había hecho otras veces. Luego, con la máxima precaución, se descolgó por la pared de piedra despellejándose las manos hasta que hizo pie en la grava del suelo. Enseguida corrió a agazaparse bajo las sombras del techado entre las carrozas estrechamente aparcadas a resguardo de la lluvia. No quitó ojo en todo momento del estrecho pasaje que comunicaba el viejo túnel del resto de las dependencias del ayuntamiento que parecías ahora solitarias. Se movió con sigilo entre las carrozas se sintió más seguro. Después deambuló por aquellos parajes de cartón piedra en lo que se imaginaba una ciudad de fantasía. Sin nadie encima, aquellos fascinantes artefactos perdían esplendor, pero ganaban en misterio. Se introdujo dentro de una escena marina con un pulpo rosado cuyos tentáculos de espuma montó a horcajadas. Peces de contrachapado azul y caballitos de mar rodeaban aquel aquel cefalópodo de aspecto bonachón.
Enseguida bajó y se deslizó por oscuros pasillos. Se fijó en el castillo de Herodes y, subiendo una escalinata de purpurina, dejó volar su imaginación entre los toscos torreones de madera entelada. Tomó en sus manos una espada de madera, abandonada seguramente por algún diminuto soldado infantil, y ordenó a sus legiones el ataque a la ciudadela...
Pasó la mano sobre la muralla reluciente. La magia de los brillos, el fulgor del papel del plata; quedaban matizadas por la áspera superficie pero a él le gustaba, las hacía interesantes a sus ojos. Observó allá el basto corte de la sierra sobre la cola de una estrella fugaz (La Estrella de Belén). Notó el deficiente ensamblaje de las paredes que dejaban una llaga oscura entre algunas puntas medio desclavadas... Asomó la cabeza bajo las torres y descubrió el armazón de madera que soportaba la estructura: madera de pino sin desbastar con virutas y pequeñas astillas prendidas en los bordes. Tuvo cuidado al agarrarse mientras se descolgaba por dentro para explorarlo a fondo (pese a todo se clavó una pequeña espina que le quedó dolorosamente enterrada bajo la piel de la mano). El suelo de las carrozas estaba lleno de serpentinas enmarañadas y guirnaldas rotas... Cogió un buen montón de papelitos de colores y lo lanzó hacia arriba sobre su cabeza. Tras aquella lluvia de confeti se sacudió el pelo y cepilló la ropa con la mano... De pronto, semienterrado entre los papelitos de colores, descubrió un billete. Nada menos que un billete de 50 euros. El corazón le dio un vuelco. Nunca había tenido tanto dinero entre las manos. Donde hay uno, puede que haya dos, pensó, y removió el suelo de toda la carroza pero solo encontró más confeti, ya sucio y mezclado con serpentinas rotas y enredadas.
Por más que el lugar le agradaba y la fascinación continuaba intacta decidió que no debía desaprovechar la ocasión que le brindaba la fortuna tentando demasiado a su destino. Los encargados de aquellos almacenes podían aparecer en cualquier momento y, además, el atardecer estaba a punto de dar paso a la noche. Bajo el túnel la oscuridad era ya casi total. Bajó de la carroza tembloroso y excitado. Permaneció quieto aún entre las sombras un momento atento a la posible aparición de alguno de los guardas y luego, con paso apresurado, casi a la carrera, se plantó al pie de la tapia que le separaba del campo de Carbonilla.
Si bajar le había resultado fácil, subir se presentó más complicado. Debía buscar apoyos para manos y pies entre hendiduras y salientes del muro. Después de un buen rato y algún que otro resbalón logró alzarse al filo de la pared y descolgándose, se dejó caer al otro lado. Atravesó corriendo la explanada de carbonilla, más negra aún con la noche que se avecinaba y, ya bajo la luz de las farolas, caminó hasta la tienda de moda femenina de la calle de la Concepción.
La dependienta le miró extrañada cuando cruzó la puerta pero él, decidido, se le acercó y pidió unos guantes como los que lucían en el escaparate; unos preciosos guantes de cuero negro delicadamente rematados y con un reborde de piel en la muñeca. Luego eligió uno de los paraguas más bonitos del muestrario. Aún le sobraron 5 euros que decidió gastar en el horno de repostería cercano al barrio. Allí, por ese dinero, le darían una bolsa inmensa de recortes de galletas, bizcochos desfigurados y pastas chamuscadas.
Mordisqueando aquellos dulces deformados, pero saboreando su pleno sabor, se dirigió despacio hacia su casa. Subió las empinadas escaleras hasta el segundo piso y dejó en un rincón el paquete con las compras. Luego ascendió un piso más hasta la buhardilla y llamó a la puerta.
Su madre le recibió con un gesto de desaprobación en el rostro. El permiso para bajar a la calle alcanzaba (y nunca era prorrogable) hasta el anochecer; ya hacía un buen rato que debía estar en casa.
Jesito se disculpó prometiendo que no volvería a ocurrir y se dirigió a la habitación que compartía con sus hermanos. Esperó a que su madre volviera a la cocina y entonces se deslizó hasta la puerta sin hacer ruido. Bajó de puntillas los viejos escalones de madera hasta el rellano del segundo piso y cogió el paquete que había dejado allí momentos antes. Afortunadamente nadie había subido en todo ese tiempo. Cogió rápidamente el paquete envuelto primorosamente y, cerrando sin ruido la puerta, corrió a esconderlo bajo la cama. Por suerte sus hermanos estaban jugando muy entretenidos en el pequeño salón y no se dieron cuenta.
Esa noche, con su mejor caligrafía, escribió en una hoja de papel de su cuaderno una líneas que dejó junto a los regalos al pie de la cama de sus padres que dormían agotados tras las labores del día:
El pequeño, a sus siete años, había escapado hacia el bullicio de la calle huyendo de la estrecha buhardilla alquilada y de la presión que su techo inclinado ejercía sobre su espíritu. El techo se inclinaba desde una altura poco mayor que una persona hasta casi los pies junto a la pared.
De madrugada había despertado sobresaltado. Un reloj interior le advirtió de que llegaba la hora de levantarse y descubrir, expectante, los regalos que le habían traído los Reyes. Se levantó y corrió hacia el pequeño salón para ver, debajo de la claraboya del techo el pequeño montoncito de regalos. A sus ojos, era un grupo de juguetes grande y extraordinario; pero, cuando aparecieron sus hermanos mayores, comprendió que su parte quedaba reducida a una pequeño fuerte contra indios, con estacas de madera y suelo de cartón piedra, junto con un estuche de pinturas y un libro de cuentos. No faltaba, como era tradición, un buen pedazo de carbón dulce como advertencia (rica penitencia) por los días de enfado y sus gestos desairados ante las reprimendas paternas. Josito se alegró por su fuerte minúsculo (bastante holgado en realidad para su perspectiva infantil) y sus indios de plástico (una cantidad generosa para ser un capital prestado) pero sabía que eran juguetes baratos, de saldo...
Sus padres eran muy pobres y cada juguete era valorado como corresponde a quien solo dispone del mínimo capital de las propinas dominicales. En eso pensaba cuando llegó a la calle y enfiló hacia la fuente bajo los plátanos, situada en la esquina con la calle de San Cosme, cerca de la Iglesia. Echó mano al caño de hierro, pulido por tantas manos que se apoyaron en él y bebió a morro de aquel agua tan fresca. Luego cruzó la calle para entrar en el campo de carbonilla. Este era un gran solar rodeado por una tapia en el lado de la calle y bordeado por las vías del tren en el otro extremo, también tapiado para evitar merodeadores cerca de las vías. El suelo estaba pavimentado con restos de hollín y cenizas provenientes de los viejos trenes a vapor que se arrastraron durante décadas por los viejos raíles tendidos a su costado. Hacia el medio campo, al otro lado de la tapia, había un espacio cubierto que, suponíamos, fue en tiempos cobertizo de locomotoras en una de las líneas, hace tiempo desmantelada. Allí se alzaba una cubierta de hormigón que albergaba un almacén del Ayuntamiento. La tarde anterior Jesito había asistido como todos los años a la Cabalgata. A sus ojos de niño aquel desfile resultaba fascinante: la muchedumbre flanqueando la procesión, la banda municipal abriendo el desfile con música vibrante, mayorettes con sus escenografías sincronizadas, carrozas empujadas por relucientes tractores llenas de luces alimentadas por grupos electrógenos apenas disimulados en sus remolques... Cada una de ellas era un homenaje a la fantasía, al cuento, al espíritu de la Navidad... Papá Noel, Elfos, castillos, dragones, delfines, exóticas escenas en el Nilo, Ángeles, Cometas, pastores... y en lugar de honor, los Reyes Magos con su pléyade de pajes infantiles y mujeres vestidas de hadas de deslumbradora belleza.
Relucían las carrozas en medio de la noche y, desde lo alto de las torres de sus palacios, llovían caramelos y sonrisas. Los niños se abalanzaban sobre aquel derroche de dulces y, agachados o de rodillas, se afanaban en coger los caramelos que rebotaban en las aceras entre los pies de los espectadores. Josito había juntado un buen montón de caramelos y, expectante, vigilaba aquellas manos tan hermosas que se introducían en el saco y sembraban de golosinas un público infantil que se peleaba por ellas. Algunos adultos, tan avispados como abusones, desplegaban sus paraguas con el mango hacia arriba y sujetándolo por la punta, acaparaban una exagerada superficie que achicaba el espacio de los pequeños. Jesito torció el gesto y se apartó de aquellos aprovechados.
En el campo de carbonilla, sentado contra la tapia sobre el musgo del suelo sacó uno de los caramelos y retiró su envoltorio plateado. Lo metió en la boca y, bañándolo en saliva, lo apretó contra el paladar. Mientras paladeaba el dulce sabor del limón, y guiñaba un ojo por el toque ácido que lo acompañaba, preparó mentalmente su plan. Sabía que las carrozas del desfile se almacenaban justo enfrente de él, bajo la cubierta que también, muro mediante, cubría las vías. Era ya tarde y no faltaba mucho para la hora de vuelta a casa. En media hora se haría de noche y el frío y la oscuridad abortaría la aventura. Se le había ocurrido saltar la tapia y visitar el depósito municipal donde dormían las carrozas a la espera de ser desmanteladas.
No le resultó difícil ascender a lo alto de la tapia, lo había hecho otras veces. Luego, con la máxima precaución, se descolgó por la pared de piedra despellejándose las manos hasta que hizo pie en la grava del suelo. Enseguida corrió a agazaparse bajo las sombras del techado entre las carrozas estrechamente aparcadas a resguardo de la lluvia. No quitó ojo en todo momento del estrecho pasaje que comunicaba el viejo túnel del resto de las dependencias del ayuntamiento que parecías ahora solitarias. Se movió con sigilo entre las carrozas se sintió más seguro. Después deambuló por aquellos parajes de cartón piedra en lo que se imaginaba una ciudad de fantasía. Sin nadie encima, aquellos fascinantes artefactos perdían esplendor, pero ganaban en misterio. Se introdujo dentro de una escena marina con un pulpo rosado cuyos tentáculos de espuma montó a horcajadas. Peces de contrachapado azul y caballitos de mar rodeaban aquel aquel cefalópodo de aspecto bonachón.
Enseguida bajó y se deslizó por oscuros pasillos. Se fijó en el castillo de Herodes y, subiendo una escalinata de purpurina, dejó volar su imaginación entre los toscos torreones de madera entelada. Tomó en sus manos una espada de madera, abandonada seguramente por algún diminuto soldado infantil, y ordenó a sus legiones el ataque a la ciudadela...
Pasó la mano sobre la muralla reluciente. La magia de los brillos, el fulgor del papel del plata; quedaban matizadas por la áspera superficie pero a él le gustaba, las hacía interesantes a sus ojos. Observó allá el basto corte de la sierra sobre la cola de una estrella fugaz (La Estrella de Belén). Notó el deficiente ensamblaje de las paredes que dejaban una llaga oscura entre algunas puntas medio desclavadas... Asomó la cabeza bajo las torres y descubrió el armazón de madera que soportaba la estructura: madera de pino sin desbastar con virutas y pequeñas astillas prendidas en los bordes. Tuvo cuidado al agarrarse mientras se descolgaba por dentro para explorarlo a fondo (pese a todo se clavó una pequeña espina que le quedó dolorosamente enterrada bajo la piel de la mano). El suelo de las carrozas estaba lleno de serpentinas enmarañadas y guirnaldas rotas... Cogió un buen montón de papelitos de colores y lo lanzó hacia arriba sobre su cabeza. Tras aquella lluvia de confeti se sacudió el pelo y cepilló la ropa con la mano... De pronto, semienterrado entre los papelitos de colores, descubrió un billete. Nada menos que un billete de 50 euros. El corazón le dio un vuelco. Nunca había tenido tanto dinero entre las manos. Donde hay uno, puede que haya dos, pensó, y removió el suelo de toda la carroza pero solo encontró más confeti, ya sucio y mezclado con serpentinas rotas y enredadas.
Por más que el lugar le agradaba y la fascinación continuaba intacta decidió que no debía desaprovechar la ocasión que le brindaba la fortuna tentando demasiado a su destino. Los encargados de aquellos almacenes podían aparecer en cualquier momento y, además, el atardecer estaba a punto de dar paso a la noche. Bajo el túnel la oscuridad era ya casi total. Bajó de la carroza tembloroso y excitado. Permaneció quieto aún entre las sombras un momento atento a la posible aparición de alguno de los guardas y luego, con paso apresurado, casi a la carrera, se plantó al pie de la tapia que le separaba del campo de Carbonilla.
Si bajar le había resultado fácil, subir se presentó más complicado. Debía buscar apoyos para manos y pies entre hendiduras y salientes del muro. Después de un buen rato y algún que otro resbalón logró alzarse al filo de la pared y descolgándose, se dejó caer al otro lado. Atravesó corriendo la explanada de carbonilla, más negra aún con la noche que se avecinaba y, ya bajo la luz de las farolas, caminó hasta la tienda de moda femenina de la calle de la Concepción.
La dependienta le miró extrañada cuando cruzó la puerta pero él, decidido, se le acercó y pidió unos guantes como los que lucían en el escaparate; unos preciosos guantes de cuero negro delicadamente rematados y con un reborde de piel en la muñeca. Luego eligió uno de los paraguas más bonitos del muestrario. Aún le sobraron 5 euros que decidió gastar en el horno de repostería cercano al barrio. Allí, por ese dinero, le darían una bolsa inmensa de recortes de galletas, bizcochos desfigurados y pastas chamuscadas.
Mordisqueando aquellos dulces deformados, pero saboreando su pleno sabor, se dirigió despacio hacia su casa. Subió las empinadas escaleras hasta el segundo piso y dejó en un rincón el paquete con las compras. Luego ascendió un piso más hasta la buhardilla y llamó a la puerta.
Su madre le recibió con un gesto de desaprobación en el rostro. El permiso para bajar a la calle alcanzaba (y nunca era prorrogable) hasta el anochecer; ya hacía un buen rato que debía estar en casa.
Jesito se disculpó prometiendo que no volvería a ocurrir y se dirigió a la habitación que compartía con sus hermanos. Esperó a que su madre volviera a la cocina y entonces se deslizó hasta la puerta sin hacer ruido. Bajó de puntillas los viejos escalones de madera hasta el rellano del segundo piso y cogió el paquete que había dejado allí momentos antes. Afortunadamente nadie había subido en todo ese tiempo. Cogió rápidamente el paquete envuelto primorosamente y, cerrando sin ruido la puerta, corrió a esconderlo bajo la cama. Por suerte sus hermanos estaban jugando muy entretenidos en el pequeño salón y no se dieron cuenta.
Esa noche, con su mejor caligrafía, escribió en una hoja de papel de su cuaderno una líneas que dejó junto a los regalos al pie de la cama de sus padres que dormían agotados tras las labores del día:
"Queridos padres:Habéis sido muy buenos y aunque el reparto de regalos fue ayer, hemos vuelto a traeros dos regalos que teníamos para vosotros y se nos olvidaron.Firmado: Gasparín"
Al día siguiente, cuando Jesito despertó, encontró a sus padres sentados sobre la cama con los paquetes abiertos y los regalos en las manos. Lo miraron con extrañeza...
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