jueves, 10 de diciembre de 2020

El espíritu de la Navidad.


El espíritu de la Navidad.

Demasiada alegría de bote. Demasiada felicidad obligada. Excesiva falsedad...

Hacía años que odiaba la Navidad: esa euforia desbordada, ese alborozo impuesto... Aborrecía las reuniones familiares, la inevitable congregación de parientes en torno a una mesa bien provista. Sufría el hartazgo de las rutinas navideñas: el comercio de regalos, la degustación de crustáceos marinos, las cenas pantagruélicas, la desmesura de los dulces, la profusión de licores... Me deprimían los villancicos forzados, las felicitaciones desganadas...

La televisión encendida, resultaba ser el familiar más importante; los móviles acaparaban la atención de los aburridos y el resto se atropellaba charlando en conversaciones insulsas. Pronto empezaba la  recolección de regalos, con su mercadeo recíproco: "Yo te regalo, tú me regalas, él me regala...". En fin, un reflexio "regalarse" en el que, al final cada cual busca una excusa para recibir algo completamente prescindible.  Una profunda tristeza se apoderaba de mí en estos días. Me embargaba la desesperanza. Buscaba desesperadamente aquello que alguien definió como "El espíritu de la Navidad". Pero aquel espectro amable parecía haber abandonado este mundo. En su lugar los brillantes fantasmas del consumo pululaban por la tierra.

Me aparté disimuladamente de la tropa familiar. Bajé las escaleras hasta la calle para respirar el aire puro y frío de la noche. Buscaba un poco de paz, esa que se cantaba en los villancicos. Observaba la gente apretando el paso por las aceras obsesionada por su agenda navideña: transportar el pavo recién asado, acarrear los regalos de un Papá Noel extranjero, llegar puntualmente a la cita familiar... Al fin, me senté en un banco, al lado del parque. Alcé el cuello de mi abrigo por el frío y contemplé por un momento las estrellas. Quizá el Espíritu de la Navidad voló hacia alguna hace tiempo. 

Por la calle se acercaba un padre con un chiquillo de unos seis años de la mano. Sus ropas gastadas  apenas eran eficaces contra el frío que se imponía desde la noche. Su pobre aspecto les delataba como pobres inmigrantes; rumanos recién instalados como pude adivinar por su acento.  El niño saltaba alegre como unas castañuelas tirando de una de las manos de su padre que llevaba en la otra una delgada caja de cartón de forma cuadrada que desprendía un rico aroma a pan y queso. En un imperfecto castellano escuché: 

- !Qué bien, papá! Pizza enorme... ¡Me encanta! 

Le brillaban los ojos con una alegría que desbordaba las pupilas. El padre le dio un abrazo. Con ojos húmedos le susurró unas palabras tiernas y cariñosas que solo pude llegar a imaginar. Vi que, por un instante, echaba mano preocupado a a su bolsillo vacío.

- ¿Te parece que cantemos "Trei Pastori", Vasile?

Entonces ambos entonaron un bellísimo villancico con un sentimiento que ya no recordaba. Lentamente se perdieron con su música y su pizza calle abajo.

Yo, poseído por un sosiego inesperado, los vi alejarse pensativo. Luego me levanté y me dirigí a la pizzería de la esquina donde pedí la más pizza más grande de jamón y beicon que tenían. Me la llevé ilusionado a casa de mi cuñada, donde todos me estaban esperando para cenar...

Cuando entré con la caja aún caliente, sentí sus miradas de lástima. ¡Cada vez está más chocho, pensaron!


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