jueves, 22 de octubre de 2020

Sintiendo en la nuca el aliento de la muerte: Explosión

El viejo tejado era un peligro: las tejas rotas y descolocadas, las vigas carcomidas, las ramas de brezo entrelazadas bajo ellas podridas... La tierra apelmazada que las sustentaba multiplicaba ahora su peso tras las lluvia y las goteras que la empapaba... ¡Un día caería el techo sobre nuestras cabezas"!

La casa de mi madre tiene cerca de 200 años. La construyeron sus abuelos, quizás los tatarabuelos -ella no lo recuerda bien-. Desde niña la conoció así: con sus paredes de adobes y el exterior trullado con barro y paja; con interiores enfoscados en una fina capa de yeso, con sufridas baldosas de dibujo geométrico en la planta baja y tablones en las habitaciones superiores, con las paneras tabicadas por adobes sobre las vigas y mínimos ventanucos sobre los tejados vecinos... La parte de atrás, las cuadras, todas en barro con sus pesebres junto a la pared. En la entrada un piso de cantos rodados empotrados en el suelo ante la puerta que estaba protegida por un mínimo tejadillo que hace un siglo tendría macetas con flores. Infinitas reparaciones habían mantenido en pie la vivienda: se derribaron los pesados muros de las paneras aliviando las vigas del techo de la despensa; se pavimentó de cemento esta última y se cubrieron con yeso las maderas que lo atravesaban, dejando las vigas a la vista; se realizó una columna de carga de ladrillo macizo para sujetar una parte del techo que se hundía, se habilitó un baño en la planta baja, se cegó el pozo de aguas insalubres, se arregló y reforzó el tejado, se pavimentó con cemento el suelo en torno a la fachada, se alzó una tapia de ladrillo con la calle tras tirar las antiguas cuadras y el portalón, se arregló el tejadillo de la tapia común, se rellenaron las grietas, se taparon agujeros, se pintó y repintó muchas  veces, se retejó otras más, se trullaron las paredes cada año...  se cubrió con moqueta reutilizada el piso del pajarón... En fin, un sin número de pequeñas obras que, cada año, nos ocupaban el tiempo y que, para mi madre, nunca eran bastantes.

Pero lo más preocupante era el tejado. En los últimos años el hijo mayor subía cada año, en alguna  mañana soleada a arreglar los estropicios que los elementos y los animales provocaban en las tejas: cambiaba las que estaban rotas, colocaba las desplazadas por el viento, aseguraba las que la garduña levantaba; limpiaba los excrementos de los gatos que taponaban el curso del agua, arrancaba los musgos que arraigaban en ellas... Cada vez que ascendía a través la pequeña claraboya lo hacía con el alma en vilo por el miedo de hundir aquel techo centenario. Las goteras de los últimos años habían obligado a colocar cubos y barreños en las paneras, a tender plásticos en el suelo y a vigilar con preocupación las humedades en torno a las vigas que lo soportaban. Alrededor de la claraboya se apreciaban las manchas de humedad provocadas por el agua que se escurría y algún travesaño entre las vigas había cedido ya podrido por la humedad y minado por las termitas. El año anterior habían crecido, con su sombrero hacia abajo, grupos de setas bajo las vigas. Telaraña y polvo completaban este singular ecosistema, territorio de ratones y gatos durante años. 

Este último año, el hermano mayor no se atrevió a subir. Tenía miedo de que el tejado se hundiera con su peso. Conocía los lugares seguros, pero había zonas peligrosas que no se atrevía a pisar. Además su mujer le había prohibido terminantemente que lo hiciera. Dejó pasar las dos semanas que estuvo en el pueblo sin hacer nada al respecto. Sus hermanos comentaron la posibilidad de encargarse ellos, pero él no se lo recomendó (se preciaba de conocer de primera mano el peligro que podía suponer). Acabó el verano. Llegaba el otoño. La cercanía de las lluvias amenazaba como húmeda espada de Damocles sobre el viejo tejado.  Al hermano mayor se le ocurrió pedir ayuda a un albañil conocido y, bajo un precio de favor, proponerle que hiciera un arreglo de urgencia. Tenía que hacerse en un par de días, un fin de semana y con buen tiempo (mucho pedir, pero el tiempo apremiaba...). 

Hubo suerte y este aceptó. Además, el puente del Pilar, pese a ligeras amenazas de precipitaciones, no llegó a ser lluvioso. Eso sí, cuando subían al tejado por la mañana lo encontraban completamente escarchado. Yo les advertí de cuantos peligros conocía o imaginaba, pero ellos subieron confiados y durante las dos jornadas trajinaron por la cubierta sin temor (eso sí, con gran cuidado). No llegaron a colocarse el arnés aunque venían preparados para ello. Tanto yo como mi madre no habíamos dormido las noches anteriores: anticipábamos un posible derrumbe y el consiguiente descalabro de los operarios; una sensación de culpa nos impedía conciliar el sueño. 

En el segundo día de trabajo, terminada la faena y sentados junto a la lumbre, comentaba esto último a uno de ellos mientras el otro estaba en la ducha. Mi hermano, que esperó nuestra llegada la tarde anterior, me había advertido de que olía un poco a gas, pero no me preocupé demasiado (la cocina siempre tuvo mala ventilación y un poco de olor a gas estaba asumido). Ciertamente cuando calentaba la cena el olor del metil mercaptano que añaden al butano era más fuerte que otras veces, pero no le di demasiada importancia; eso sí, dejamos la puerta de la cocina abierta en comunicación con el salón y el baño. 

Acababa de calentar la cena y la cocina estaba ya apaga. En el calentador de agua habían cesado de arder los quemadores. Yo estaba de frente a la "trébede" (estructura parecida a una chimenea que se usa como cocina y calefacción, asiento o lecho. .Es típica de los pueblos de Tierra de Campos en Palencia). Mi acompañante estaba sentado en el sillón del tío cura, el extremo del banco al lado de la trébede, junto a la lumbre. En ese momento el otro albañil abrió la puerta del baño, en el otro extremo de la casa, y una corriente de aire atravesó salón y el pasillo penetrando en la cocina y provocando en ella una corriente a ras de suelo que movilizó el gas embolsado en el compartimento de la bombona y en los alrededores de la viejísima cocina de gas. Una legua de fuego se inició junto a las llamas d ela trébede y recorrió en décimas de segundo el suelo de la cocina envolviendo la cocina de gas. Al tiempo una sorda explosión del gas inflamado se escuchó en la estancia. Estupefactos, tardamos un segundo en reaccionar. Sobresaltado, me lancé sobre la cocina de gas, abrí la puerta del compartimento de la bombona y cerré la palanca de la alcachofa; después la extraje de la bombona. Evalué los daños. Nada parecía estar ardiendo y tampoco se apreciaba un calor excesivo. Gracias a Dios, no fue mucho el gas acumulado al haber tenido la precaución de abrir las puertas. Peor pudo ser muy, muy grave... realmente mortal.

Pasado el peligro, con el problema controlado, le comente con cierto nerviosismo a mi interlocutor: "¡Pensábamos que el peligro estaría en el techo y resulta que estaba en el extremo contrario!" Yo hubiera dado gracias a Dios si hubiera creído en él, porque esta vez sentí muy claramente sobre la nuca el abrasador aliento de la muerte.

No era una espada de Damocles, la parca amenazaba con la guadaña a ras de suelo. 

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