Hace ya bastantes años, en uno de los veranos que pasamos en Palomares del Campo y, con la intención de rellenar aquellos días que se me hacían aburridos, decidí hacer un curso de parapente.
La JCCLM me brindó la oportunidad. Charo, que trabaja para ella, se enteró oportunamente de su programación y me propuso su realización. Además uno de los organizadores era Dani, un compañero sindical amante de la naturaleza y con experiencia en preparar eventos deportivos al aire libre. Yo acepté encantado. Me inscribí. Charo habló a su compañero de que que asistiría y, supongo, le rogaría que estuviera al tanto de mi. Por edad (sería de los mayorcitos) y por mi espíritu del riesgo -le dijo- (algo con lo que no estoy de acuerdo con ella, por cierto).
Me presenté pues en el pueblo de Caracenilla, en las cercanía de Huete, que dispone de una muela de unos 1.040 metros en las cercanías del pueblo.
El curso se realizaba los fines de semana y yo me acercaba con mi ford fiesta desde Palomares hasta allí pasando por Huete. En media hora me me encontraba con el resto de asistentes al curso en, creo recordar, la Casa del Canónigo; alojamiento de la localidad donde se hospedaban algunos de los participantes y donde comíamos la mayoría. Si no me equivoco la hija de los dueños del local era una ferviente aficionada a este deporte que había descubierto recientemente por medio de los mismos monitores y nos acompañaba cuando el tiempo y la actividad permitían vuelos interesantes.
El curso sería, posiblemente, uno de los primeros de la época. El parapente era ya un deporte asentado en España, pero aún no demasiado popular; al menos en la alcarria manchega. Dani, el organizador, estaba acompañado por un experto que realizaba vuelos biplaza y llevaba mucha horas bajo estas lonas voladoras. Recuerdo su aspecto delgado y fibroso y su obsesión por el deporte. Tras las comidas nos sorprendía a todos cogiendo la bici y haciendo una rutilla de 20-30 kilómetros bajo el sol manchego de julio "para descasar un poco la comida y aprovechar el tiempo". Él era quién nos subía con su todoterreno hasta el alto de la Muela para realizar los lanzamientos y quién nos acercó hasta Tragacete para unos lanzamientos más espectaculares, ya al final del curso.
Recibimos alguna clase inicial de contenido audiovisual y nos leímos el cuaderno con nociones técnicas preparado al efecto (por cierto, despistado en algún lugar de la buahardilla). Luego practicamos mucho, muchísimo... el elevar la vela al viento desde el punto de lanzamiento, pero sin alzar el vuelo todavía. Cuando consideraron que ya éramos capaces de hacerlo bien nos acercamos a una loma cercana al pueblo y practicamos pequeños despegues y aterrizajes (descensos de unos 30 m. no más). Allí sentí la primera sensación de vuelo de mi vida (más allá de algún salto en educación física que no nunca llegó a más de 3 metros). Realmente me emocionó y me abrió el apetito: el gran salto desde la muela se acercaba.
Intentamos muchas veces ese salto iniciático; pero durante varios días el viento no se mostraba propicio (la ausencia de viento podría provocar que tanto el despegue como el vuelo en sí fueran muy peligrosos al faltar una sustentación firme de la vela). En lo alto de la meseta, junto al borde, alzábamos los anemómetros para comprobar, desanimados, que el viento seguía flojo. Por fin, un día, ya a última hora, cuando apenas quedaba una media hora de luz (volar de noche, naturalmente, nos estaba prohibido), el viento nos brindó una oportunidad.
-"Rápido, preparad el parapente, que saltamos todos"
Y así nos preparamos todos, excitados par nuestro primer salto.
Con rapidez se fueron disponiendo los parapentes y, consecutivamente, en turnos de diez minutos se sucedían los lanzamientos de forma consecutiva. Mi turno se acercaba y yo me esforzaba en controlar las mariposas que sentía en el estómago. Cuando me tocó a mí, las mariposas habían revoloteado tanto que sentí irreprimibles deseos de desalojarlas inmediatamente. Me excusé y me alejé tras unos arbustos, cediendo turno a los siguientes. No sé que pensarían los monitores (y el resto del grupo); pero no les culpo por ello: la imagen que daba era la de estar realmente acojonado. Repuesto (y desahogado) ocupé mi puesto, alcé el parapente, hice la carrera para tomar impulso y ¡salté! Salvada la parte más crítica (para un principiante) el vuelo era sencillo. Estaba limitado a dirigir el parapente suavemente en línea recta para aterrizar pocos minutos después al pie de la muela (nada de maniobras, ni curvas o caracoleos... y por supuesto nada de aventurarnos a buscar las ansiadas térmicas que nos permitirían ascender y prolongar el vuelo...). El aterrizaje entre en medio de un campo de rastrojos me pareció, incluso, suave y elegante (tenía en mente los batacazos que sufrían los paracaidistas que había visto en las películas de la Segunda Guerra Mundial en el día D).
Fue allí, mientras recogíamos el equipo, donde nos visitó una pareja de cazadores malhumorados que se acercaron a protestar porque les espantábamos la caza. Apelaron, como suelen hacer, a su pago por los cotos, mientras que nuestra actividad no estaba regulada y era ilegal. Como curso organizado por la Junta, aquel argumento no colaba y el hecho de pagar no impedía que otros hicieran otra cosa... podían cazar cuanto quisieran, nosotros (como pájaros que vuelan libres al viento) no les íbamos a molestar. Pero uno de ellos no pudo contener su frustración y nos amenazó veladamente: ¡A ver si os vamos a confundir y apuntamos sin querer donde no es...! Eso ensombreció la conversación, acabó las buenas maneras y terminamos por despedirnos de malos modos.
Tras aquel mal trago, el resto de vuelos, eran esperados con impaciencia. Poco a poco probámos a girar un poco más el aparato, aterrizar en corto... incluso nos acercamos a las hoces de Tragacete donde había un lugar de salto donde, la mayor altura y duración (por no hablar del paisaje) del vuelo eran impresionantes.
Uno de aquellos días, en Caracenilla, sin estar previsto lanzamiento alguno; se presentó una buena ocasión y se nos propuso aprovecharla para un salto. Solo se disponía de algunos parapentes, así que a los voluntarios nos proporcionaron parapente según disponibilidades. Nos preguntaron el peso y yo, tonto de mí, y sin explicarme ahora por qué, les dije que 60 Kg cuando en realidad me acercaba a los 80. Me miraron un poco extrañados, pero me dieron una vela para ese peso. Como el resto de las veces uno de los monitores se quedaba en lo alto de la muela dirigiendo el despegue y otro (con ayuda de un talky nos dirigía desde abajo). Tras alzar la vela con facilidad y hacer la carrera hasta el borde salté. Al estar ya en el aire noté enseguida que bajaba demasiado, que mi trayectoria no se mantenía tan horizontal como otras veces. Perdía altura y estaba muy cerca de rozar los salientes rocosos de la empinada ladera, literalmente pasaba rozándoles con el culo. Desde abajo debieron observarlo pues enseguida empezaron a indicarme que me elevara. Por fin, en zona más despejada, pude volar con la garantía de la lejanía del. Pero caía deprisa, tanto es así que no llegaría, por mucho, a la zona donde me esperaban. Tal como se desarrollaba el salto me dirigía justamente hacia unos olivos que quedaban a medio camino. Desde abajo, con urgencia, me indicaban: "¡Busca el camino!, ¡Busca el camino!! Yo distinguía un camino entre los olivos e intentaba encararlo para evitar los árboles. Me acercaba rápidamente y apenas conseguía ajustarme a ese carril despejado formado por aquella pista. De pronto cuando comenzaba a sobrevolar la parcela de olivos me gritaron:
¡Cruza las piernas!, ¡Cruza las piernas!...
Yo pensaba ¿para qué? pero les hice caso aunque enseguida hube de extenderlas para hacer pie sobre aquella calzada de tierra. Enseguida se acercaron por ver si me había ocurrido algo y me recriminaron que les diera una información errónea sobre mi peso. No hicieron más sangre con ello (tampoco hacía falta, con el susto que llevaba encima).
Ha pasado más de 20 años y he rastreado en la red para comprobar algunas informaciones sobre aquella experiencia. Caracenilla sigue siendo uno de los destinos típicos de los parapentistas (madrileños y castellano manchegos, principalmente). Posee tres establecimientos para alojamiento e incluso una escuela de parapente en el propio pueblo. Se siguen organizando cursos a lo largo del año. He curioseado las impresiones de los aficionados y encuentro opiniones para todos los gustos. Desde entusiastas declarados a escocidos comentarios de personas defraudadas por la escasa actividad y exceso de precauciones las prácticas: "No enseñan a volar mejor (aunque habrá de todo); pero, eso sí, aunque sí cobran y mucho" - señala uno de ellos que recomienda progresar practicando por libre con colegas enrollaos y aprendiendo a base de arrastrarse por rastrojos y romperse los cuernos-. Los más abogan por tomar todas las precauciones del mundo, que, lo reconozcamos o no, te juegas la vida: "Cualquier colega en una tarde con condiciones meteo estupendas te lleva a una laderita con 30m de desnivel cubierta por un manto de rastrojo suave que invita a deslizar el culo de tu silla por allí sin mayor problema acabando en un aterrizaje llano, con 2 km por delante, sin obstáculos de ninguna clase o a pasar unas horas levantando la vela campeando entre risas ... y cuando haces esto unas cuantas veces puedes llegar a creerte que ésto es volar; pero no es así. Eso sí forma parte del vuelo pero no es volar..."
La mayoría reconoce que puede ser divertido aprender con gente experimentada y voluntad de ayudar; pero si realmente se quiere aprender a volar con garantía y poder disfrutar han de hacerse los cursos, por más que a veces aburran con tanta precaución y seguridad o resulten algo caros. Hay que ponerse en la piel de instructor, que ha de tener en cuenta que un "novato" se la pueda pegar por falta de experiencia. ¡Qué hubiera sido de mí, si no fuera por las instrucciones que, ante las incidencias provocadas por mi despiste e inexperiencia, hubiera caído rozando los olivos sin cruzar las piernas... ¡Ay,ay, ay...! Creo que caerían algo más que aceitunas del árbol...
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