Desapareceré, de mí no quedará nada; quizá algún diente... ¡y postizo! Puede que algún paleontólogo encuentre algún hueso, la hebilla del cinturón, el perdigón incrustado en mi brazo desde niño... Quizá un inscripción en una piedra, una losa de cemento con mi mano impresa, una tablilla de arcilla grabada de cuando practicaba con mis alumnas la escritura cuneiforme...
O una idea que perdure en un libro digital o algo eterno como un pensamiento que tocó el alma de algún congénere. Quizá una cuartilla amarillenta llame la atención de alguien un día, por un breve instante antes de ser arrojada a la papelera.
No somos nada, si acaso polvo y ni siquiera enamorado. Polvo sucio, fango húmedo, roña del tiempo. El cementerio nos esconde, nos pudre. La tierra nos recicla y los gusanos se alimentan del nosotros que ya no es. Viviremos en el recuerdo de alguien durante un tiempo; probablemente breve, más bien corto, seguramente fugaz. Y después seremos deconstruidos, reducidos a átomos anónimos, átomos sin historia, ladrillos nuevos...
Incinerados en el tiempo, consumidos en la historia, apenas dimos calor. Pasamos por aquí como viajeros contemplando el paisaje desde el tren. Bajamos en cualquier estación y la locomotora de la vida sigue su curso. Nosotros, con nuestra inútil maleta, echamos raíces en una tierra que nos cubrirá muy pronto. Y solo nos quedará la esperanza de formar parte de una savia nueva en algún árbol junto al camino.
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