martes, 2 de abril de 2024

Una espada de Damocles de 40 toneladas.


Como al mítico Damocles, a los vecinos de la calle Cavanilles 25 y 27 se les quitaron las ganas de comer y disfrutar de la tranquilidad de sus viviendas en ese lugar de Madrid, cercano al parque del Retiro. Como aquel cortesano adulador de su rey, en la Siracusa del s. IV a.C., los ciudadanos miraron hacia arriba y repararon en la afilada grúa que se disponía a levantar sobre sus tejados, nueve plantas más arriba, una pesada pilotadora de 40 Tm. atada por cables de acero.

Con nocturnidad y alevosía Urbanitae (grupo que gestiona el proyecto y que se financia a través de una plataforma reuniendo dinero de inversores con promesas de alta rentabilidad) urgió a la empresa Grúas Aguilar para que, en la noche del 1 al 2 de marzo, instalara una grúa gigantesca ocuparía toda la calle y se montara en tiempo record.

La controversia entre los residentes y Urbanitae venía de lejos. La construcción de 4 pisos de aparcamientos subterráneos con capacidad para 218 plazas, despertaba oposición vecinal ya antes de esta intervención. Un vecino advertía de que hay acuíferos superficiales que serían desviados hacia los cimientos de los edificios por las obras. Además se trata de  viviendas bastante antiguas que van a sufrir las vibraciones de la pilotadora y desconfían de que (por mucho que lo nieguen los promotores) no afectarán a las estructuras.


De esta noticia encontrarás, amigo lector, numerosos artículos en la prensa local y nacional. No es mi intención ahondar más en estos aspectos que he resumido sucintamente. Quiero, más bien, compartir contigo los recuerdos que este suceso ha despertado en mi memoria. Son pequeñas y sabrosas experiencias de mi vida de juventud, cuando era maestro en el recién construído colegio público Nuestra Sra. Del Madroño (En la colonia Fontarrón de Vallecas) y estrenaba vida de recién casado viviendo en aquellas casas. Sí; yo fui vecino de Cabanilles 27 hace casi 40 años.


Fue al reconocer el nombre de la calle y ver las fotografías de la enormes grúa instalada al lado de los edificios que recordé la casa en alquiler que teníamos en Cabanillas 27. Me había mudado desde la cercana calle Abtao donde, en el par de años que precedieron a mi boda, había vivido en un pequeño y coqueto apartamento. El nuevo piso era más grande y barato; pero también más viejo. Conocí bien aquel patio de vecinos, que contemplaba cada día desde mis ventanas en el segundo piso que había alquilado. Muchas horas pasé observando aquel patio convertido en un solar abandonado y en el que los vecinos (que estábamos en el secreto de su existencia) encontrábamos un preciado lugar para dejar nuestros coches soslayando el pago por el escaso espacio de aparcamiento madrileño en las proximidades del cercano parque del Retiro.

Nuestras ventanas, con vistas al patio desde el segundo piso, recibían una luz mortecina, amortiguada por las altas paredes de los bloques contiguos con sus paredes de ladrillo cribadas de ventanas y terrazas en sus decena de pisos de altura. Miro las fotografías actuales y aún me parece reconocer el lugar en que, bajo nuestra vivienda, se encontraba el videoclub al que intentaron robar una noche forzando un ventanal que estaba bajo la ventana de nuestro dormitorio. Me resulta increíble hoy día que, con la hipoacusia que padezco actualmente, me despertara entonces el trajín de los dos cacos operando con un gato sobre los barrotes de la pequeña ventana trasera del establecimiento; algo de lo que Charo, mi mujer, ni se enteró. Recuerdo levantarme alarmado para contemplar asombrado desde la ventana como dos jóvenes ladrones, con sorprendente tranquilidad y sangre fría, intentaban separar los barrotes del ventanuco despreocupados de que el ruido despertara a la vecindad.
Recuerdo que les grité asombrado: "Pero ¿qué hacéis?" (como si no fuera evidente la respuesta). Ellos alzaron la vista y, sin inmutarse, recogieron el gato y se marcharon con gesto de fastidio hacia la entrada (un pasadizo a pie de calle, hoy cerrado, que daba acceso al patio y por el que actualmente no puede pasar la pilotadora necesaria para la obra).

Muchas tardes preparando clases o corrigiendo exámenes ante la ventana posaba mi mirada en aquel espacio encajonado entre ladrillo y hormigón. Buena parte de la vida vecinal transcurría ante mis ojos. En una ocasión me sobresalté al descubrir un mozalbete apoyado sobre el poyete de una ventana del bloque contiguo. Desde el segundo piso aquel niño encendía papeles de periódico y los arrojaba ardiendo sobre los vehículos aparcados. Espantado, anticipé las posibles consecuencias de su infantil imprudencia: coches con el capó descolorido, personas con la ropa chamuscada, incendio de algún vehículo aparcado al pie del muro... No faltaba combustible: había manchas de aceite en el suelo (antiguamente eran frecuentes las pérdidas de aceite en los coches), malas hierbas, basura... Alarmado, corrí hasta el portal correspondiente para, pulsando todas las teclas del telefonillo de los vecinos del segundo piso, averiguar donde vivía la criatura y avisar a sus padres. Al final acerté con la puerta de su vivienda y tras llamar al timbre un vecino me abrió (deduje, por la edad, que sería el abuelo de aquel  pirómano infantil). Le di cuenta de la situación y pareció recibir la noticia con apatía. Forzado por las circunstancias, se introdujo de nuevo en la vivienda para buscar a su nieto al que reprendió ante mí con indolencia. A mí, comprometido con la educación de los niños por profesión y convicción, me llevaban todos los demonios por aquella negligente actitud. Volví a casa con las orejas gachas; poco había faltado para que el abuelete me echara en cara ser un metomentodo y me despidiera con cajas destempladas dedicándome un ¡A usted qué le importa! Me acordé de aquel refrán africano que dice que "Hace falta una tribu entera para educar a un niño". Estoy seguro de que aquel buen señor de seguro apostillaría: "Mejor que les eduque el resto de la tribu".


Patio de los edificios de la calle Cavanilles 25 y 27, en el año 1985.
En este patio -entonces de libre acceso- aparcábamos muchos de los residentes
 que conocíamos su existencia. (Foto personal desde mi domicilio)  
    
El aburrimiento de los niños en aquel Madrid saturado de edificios era evidente. Los críos encerrados entre cuatro paredes buscaban entretenimientos inverosímiles. Descubrí el juego de otro de mis vecinitos a partir de los misteriosos sucesos que ocurrían en aquel patio. Yo me había dado cuenta de que en ocasiones, al volver del colegio donde trabajaba, y cuando terminaba de aparcar el coche entre el barro y los desperdicios; escuchaba 
fuertes chasquidos espaciados en el tiempo por un minuto o dos. Daba la impresión de que alguien tiraba piedras que se estrellaban contra la carrocería o los parabrisas de los coches . Alguna vez, incluso, sentí los impactos muy cerca de mi propio ford fiesta. Escamado volvía la cabeza mirando en todas direcciones y alzaba la vista recorriendo el lienzo de las paredes plagadas de ventanas y terrazas. No localizaba a nadie sospechoso del extraño apedreamiento; pero había llegado a la conclusión de que alguien lanzaba piedras contra los coches y estaba dispuesto a descubrirlo.  Haciendo de tripas corazón continué aparcando mi coche cada día bajo aquella lluvia de guijarros intermitentes y decidí vigilar desde la ventana de mi casa la extensa pared donde preveía que se ocultaba el tirador. Un día lo descubrí.

  
Aspecto actual del patio de Cabanilles, con la ferralla lista para el encofrado de los pilotes.


En el último piso un niño de unos nueve años salía de cuando a una de las terrazas y, cauteloso, se acercaba a la barandilla para observar brevemente el patio. Luego lanzaba una moneda sobre los coches agachándose enseguida para observar el efecto del choque contra la carrocería de los coches y excitarse con la reacción sobresaltada de los propietarios. 
No recuerdo si, en mi papel de responsabilidad social compartida, me animé una vez más a visitar a los padres del niño. Quizá la madre, cuya calderilla saqueaba cuando volvía cada tarde del mercado, me despidiera con cajas destempladas jurando que su hijo jamás le robaba del monedero. No sería la primera vez, ni la última vez que eso me ocurriera en la vida. Creo que me conformé con gritarle desde la ventana para advertirle de que había sido descubierto y que no debía hacerlo más.  

En aquellos años caían monedas y papeles ardiendo sobre el patio de la calle Cavanilles; hoy en día podría haber caído una pilotadora de 40 toneladas. Como hace 39 años, una espada de Damocles, ya no pirotécnica o numismática, sino en forma de  cilindro de acero de gran tonelaje pende sobre las cabezas de los vecinos de aquel patio.



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