domingo, 22 de julio de 2018

La generación sí-sí

Oye, chaval, te lo cuenta un jubilado:

Yo soy de la generación del si-si
Sí, estudio.
Sí, trabajo.  Al menos hasta que me ha llegado una jubilación, actualmente digna, pero presuntamente escasa en breve.

Nací en Palencia y mi fecha de nacimiento hubo de retrasarse oficialmente dos días para  no pagar una multa por rebasar el plazo de inscripción; entonces un duro valía mucho.  El biberón era un bote con una tetilla que, a modo de globo roto se adhería a su borde (no sería mala cosa pues con 60 años aún conservo los dientes). El parque era una manta tendida en el suelo del patio y mi "au pair" era mi prima de 10 años que jugaba conmigo a lo bestia. 

Pasé la infancia sin teléfonos en casa y, para llamar (solo por algún asunto realmente importante) había que cruzar cuatro calles hasta la casa que tenía el puesto de telefonía para todo el pueblo (y nunca sufrí síndrome de abstinencia de smartfone, te lo aseguro). Sólo de mayor, en los años 80, mis padres pudieron colocar un aparto feísimo en el pasillo; pero las conversaciones eran obligatoriamente escuetas: ¡Cota ya, que corre el teléfono...! -me decían.

Viví en la época de las filminas de carrete, de las diapositivas con cambio manual y mis sensaciones visuales con ellas no si vieron superadas siguiera por "2001, una Odisea Espacial". No disfruté de la TV (en blanco y negro, por supuesto) hasta los 12 años y, mientras tanto, me conformé con la radio emocionándome con "Lucecita" y rezando el Santo Rosario por obligada prescripción materna; aquel suplicio era compensado con los "40 principales", mis verdaderos maestros de las nuevas tendencias musicales.  Jugué de adolescente con la sofisticada tecnología de walky-talky de saldo que interferían las frecuencias del hospital cercano sucumbiendo a la gamberra tentación de llamar a los doctores y comentar tonterías que, seguramente, no les harían ninguna gracia.
Vi un PC por primera vez en alguna oficina tributaria (no recuerdo donde) y después pude tocarlos en la secretaría del colegio, ya de profesor, y maavillarme ante el brillo verde fosforescente de aquellas pantallas. Fascinado por las nuevas tecnologías me apunté a un cursillo y programé en BASIC, incluso algo hice en LOGO (aquello era el "no va más" de la ciencia del momento). Compré mi primera cámara con la propina ahorrada durante dos años y, para ahorrar, hacía solo negativos que eran más baratos.En mi comunión vinieron a comer al menos 5 familiares y recibí regalos extraordinarios como una taza y una cuchara con las iniciales grabadas. Recuerdo emocionado como aquel día comimos pollo.

Merendaba pan y una pastilla de chocolate (de las trapa, que eran más gordas) unas veces y otras pan untado con aceite y azúcar (como las modernas tostadas, pero sin la mariconada actual de pasarlo por la tostadora). Durante una temporada en que escaseaba el aceite, lo alternamos con  pan empapado en vino y azúcar y ocasionalmente pan y cebolla como amantes pobres ("contigo, pan y cebolla)

Coleccionaba sellos ¿te lo imaginas...?  Unos cromos pequeñitos que se pegaban a las cartas (las de escribir, eso que ya no se hace casi nunca).Me acabé colecciones enteras (toda una lección de perseverancia personal y despilfarro de pagas semanales). Yo mismo, sin papá al lado, cambiaba cromos cada día en el colegio y en el paseo del Espolón, los domingos manejando con mis amigos informaciones confidenciales y secretas sobre quién ofertaba los mejores paquetes o hacía el cambio más ventajoso.


Fui pobre en un colegio de ricos debido a una accidente que incendió nuestro centro, un colegio subvencionado para niños sin posibles. Por desgracia la beca que nos dieron por ello no cubría ropas y materiales más adecuados para estudiar y jugar junto a la élite.Pegaba con engrudo de harina, borraba con migas de pan, apuraba el lápiz hasta rozar con la uña el papel y acababa la tinta las minas de los bolígrafos hasta dejarla completamente vacía. Aprovechaba las libretas, escribiendo incluso sobre las  pastas y reciclaba las usadas para pegar fotos de revistas a modo de álbum. Ya de mayor pude comprar una calculadora científica (que aún conservo) y yo mismo le confeccioné la funda cosiendo retales de skay viejo.

Comía de todo y lo comía "todo". Si además podía repetir lo tomaba como una fiesta. Me servía de la fuente lo me tocaba sin permitirme escoger: jamás hubiera planteado que me gustaba más el muslo o la pechuga, o pescar el trozo más grande de chorizo en las lentejas: se servía uno lo que te tocaba y punto. Un pastel era cosa extraordinaria. Una o dos veces al año, no más. La gula insatisfecha me llevó a robar las únicas cinco pesetas de mi vida para comprar uno a escondidas cuando tenía 7 años.
Pero en casa de las visitas no aceptaba nada, o casi nada (la mirada materna ejercía de censora). Cuando por fin accedía, solo tomaba un poco (una galleta, un bocado...) Comía carne de ballena, "delicatesen" extraordinaria que ningún joven puede permitirse actualmente  (desde hace tiempo su pesca está prohibida). Recuerdo su textura de suave filete de ternera con cierto sabor a pescado.
Mis mascotas fueron dos pollitos amarillos comprados por una peseta en el mercado y que crecieron en el tejado de nuestra vieja buhardilla durante meses. Acabaron en la cazuela, el plato más indigesto que he tomado en mi vida (además de los puerros cocidos, que sin embargo ahora me encantan).
Leía con avidez lo  que tenía a mano, algunas lecturas tan extrañas como puedan ser las de la biblioteca de un tío que iba para cura.

Rezaba el rosario una vez al día. Aguantaba esa pequeña tortura sin rechistar. Durante años asistí a misa cada día y,  hasta la madurez, no falté a misa cada domingo. De mi paso  por las iglesias aprendí técnicas de meditación que serían la envidia de los gurús mediático hoy en día. Respiré incienso, aspiré el humo acre de los cirios y el perfumado de los gladiolos en las iglesias. Mojaba  mis dedos en agua bendita cada vez que entraba en los templos.  Aporté mi óvolo en la canastilla, con gran pesar de mi pobre peculio nfantil, cuando la pasaban a mi lado.  Canté con emoción los salmos e himnos religiosos,  he de reconocer que encontré aquello muy satisfactorio. Hice mi primera comunión henchido de fe y me descubro en las fotos serio y convencido . Me confirmé en medio de la confusión de miles de niños concentrados en la iglesia de S. Pablo, en la calle Alfareros de Burgos,  escandalizado en mi corta edad por el gamberreo infantil que se apoderó de aquella velada y que enfadó al propio obispo y avergonzó a nuestros catequistas.

No conocí la TV hasta las cinco o seis años (Las primeras emisiones e hicieron en España un año antes de mi nacimiento y no se generalizó el uso de los receptores hasta varios años despés). Televisión propia no tuvimos hasta que cuplí los 12 años y el blanco y negro fueron los colores de mis programas favoritos: Locomotoro, dibujos animados y el fantástico "El Hombre y la Tierra"... Creo que llegamos a usar las populares láminas de plástico coloreadas a tres bandas horizontales de abajo a arriba: amarillo, verde y azul que a veces, por pura casualidad, cuadraban con alguna escena de película del oeste coloreando la tierra, la vegetación y el cielo; ofreciendo una ilusión de color que nos fascinaba.

Nací al cine en el Círculo Católico (sesiones vespertinas, butacas crujientes, chaquidos de miles pipas entre los dientes, algarabía de gritos y comentarios en voz alta...) y después en mi colegio, el Liceo Castilla de los HH Maristas (recuerdo el preciado carnet, sus películas asombrosas como Pulgarcito, Ivanhoe...). Luego me regalaron un Cinexin y, tras ver muchas veces las mismas películas de papel vegetal, me metí manos a la obra con la producción de películas caseras en tiras de papel cebolla (aún recuerdo  el olor de la baquelita y la pintura recalentada quemándose por la bombilla de 60 W). Hice una película, mucho más tarde,  de dibujos animados, con ayuda del ordenador con un viejo programa ya desaparecido.

Vestí muchas veces ropas ajenas. Otras eran exclusivas (las hacía mi madre con retales baratos). Leí en libros prestados y acudí repetidas veces a la biblioteca. Realicé infinitas excursiones (a  pie) y almorcé siempre comida preparada en casa o bocadillos sin excepción. El primer restaurante lo  pisé no antes de los diez años y de cada plato me comía todo, hasta rebañarlo y dejarlo limpio como una patena. Más tarde, en mis primeros años en Madrid, aún acostumbraba a comer "obligatoriamente" todo cuanto me servían ("con un trozo de pan que tiramos come un negrito", nos decían para el Domun). Mi primera consumición "de pago" resultó ser una gaseosa (morreada a medias con mis hermanos) en el bar Miraflores, hacia los once años y resultó un extra que me fundió la propina del día.
Durante mi adolescencia mi máximo lujo consistió en comer  una bamba (bollo relleno de crema) los domingos. Hasta ahí llegaba el presupuesto, no más.


Conocí una parcela de la tecnología bélica infantil. Construí tirachinas y arcos con varillas de paraguas, dardos y cerbatanas.  Mi aventura con la escopeta de perdigones acabó en el momento de empezar. No soporté la masacre de un pequeño gorrión atrapado entre una espesa mata de zarzas y al que no cesaba de disparar a apenas dos metros. Cuando, por fin, cayó del tronco espinoso, contemplé horrorizado que había sido alcanzado por múltiples perdigonazos y apenas era ya una masa sanguinolenta. Más éxito tuvo el uso de tirachinas con el que alcancé algunos pájaros. Este modalidad me parecía más ética,  por eso la aceptaba. Por supuesto que utilicé la liga y la linterna por las noches para perseguir pájaros, como todos; incluso cacé murciélagos con el jersey mediante una técnica tan sencilla como efectiva. (prever la trayectoria de animal y lanzar el jersey a su encuentro, ahí la ecolocalización del pequeño mamifero volador no resulta lo suficientemente rápida como para que puedan maniobrar desviando su trayectoria y chocan con el jersey cayendo al suelo). La tortura de mis compañeros con la pequeña captura haciendo que "fumara" un pitillo nunca pude soportarla.
Así mismo logré pescar en una ocasión una boga "enorme" con un anzuelo fabricado con un alfiler y un sedal "de hilo de cose" que cogí del costurero materno. Sé que esto último no lo creerá nadie y por entonces en mi casa tampoco lo hicieron; pero allí presenté mi botín y nos lo comimos para cenar. La pesca de cangrejos con ladrillo (esa vieja técnicas que ya  pocos conocen) también era muy efectiva en el río Arlanzón. Sin embargo la pesca de truchas con tus propias manos aunque extremadamente difícil era una proeza al alcance de nuestras posibilidades. Lograr atrapar aquel ser resbaladizo y frío, que mil veces abarcas con tu mano y siempre acababa escurriéndose, bajo las grandes piedras graníticas de Navalguijo (Ávila) provocaban una satisfacción indescriptible. En las estrechas cavidades bajo las rocas se refugiaban decenas de aquellos peces y llegabas a rozarlos aunque casi siempre escapaban. Solo con la ayuda de un tenedor o una navaja lograbas ensartarlos y sacarlos fuera.

De nuestras dreas infantiles guardo el recuerdo de muchos chichones y de mis peleas en las pandillas juveniles aún me queda de recuerdo un perdigón incrustado en el codo.(¡Cómo se sorprendió el doctor que me hacía una radiografía muchos años después al ver aquel punto blanco brillante!)

Podría seguir hablando de la recolección de galipó, nuestro pegamento extraído del alquitranado de las calles; o de la compra en las droguerías de clorato de potasa con el que provocábamos pequeñas explosiones; o de algún que otro cohete fabricado con la pólvora de los fuegos artificiales que se exhibían en el río Arlanzón, o la exploración de las cuevas a la orilla del río, o la construcción de cabañas en el extrarradio burgalés, o las búsquedas en los  basureros y el montaje de ocultos laboratorios con material de deshecho de una clínica veterinaria, o la exploración de solares, o el asalto a las huertas de los alrededores (con incidentes armados incluidos)... podría buscar recuerdos en los rincones de la memoria, pero...  

Creo que ya te puedes hacer una idea de que existe la vida fuera de los móviles, de que hay diversión en todo tiempo y lugar, de que no hace falta ningún sofisticado aparato moderno para divertirse y de que el ingenio puede más que el aburrimiento.

Sí, puedes ser feliz, casi con lo puesto.
Sí, si persigues algo con ahínco lo lograrás.

Soy de la generación sí - sí. Y tú ¿de qué generación eres?



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