Un buen hombre
No eran manos de músico o de pintor; no
llevaba las uñas de petimetre, ni vestía finolis. Las tardes de petanca solía
enfundarse unos gastados pantalones beis, los mejores que tenía.
Su trabajo había sido una práctica incansable
de maniobras con la paleta que habían modelado profundas arrugas en sus
muñecas. Tenía las uñas quebradas, cercenadas al ras en la piel apergaminada. Los dedos rugosos, despellejados tantas veces por
el roce de la arena y la grava, tenían la textura del papel de lija… y el vello
hirsuto de sus setenta años asomaba bajo las mangas antebrazo arriba.
Era un viejo gastado, ya inútil para el
trabajo. Pero acariciaba las bolas de la petanca con el cariño y la seguridad
que habían forjado su vida y su trabajo. Mirándole a sus espaldas, contemplando
sus manos ajadas, emití par mis adentros un juicio categórico: era un buen
hombre.
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