Pensemos en la belleza de la mujer. Porque para mí al igual que muchos, imagino, la culminación de la belleza en este mundo tiene figura femenina. La mujer es bella, pero algunas, en especial de forma embriagadora. Su belleza es poderosa, estimulante, provocadora... Ella es motor de mis emociones, palanca de mis acciones y mis parálisis, alimento del alma... Ella me encanta, me embelesa, me emboba, me seduce y me empuja.
La mujer, en su belleza, posee un arsenal de recursos perturbadores: un insinuante movimiento de cadera, un parpadeo, una sonrisa pícara, una mirada misteriosa, un gesto anhelante, una expresión alegre... Admiramos la mujer bella como una joya perecedera, una flor de vida breve, un cuerpo sin defectos, un organismo de helado metabolismo no contaminado. De alguna manera anestesia los sentidos: la mujer bella no suda, no orina, no defeca, no manifiesta la excreción involuntaria de húmedas mucosidades, no alivia desagradables ventosidades, no estornuda, no huele, no expele hálitos apestosos, no desprende caspa, no está sujeta a días impuros, no expele los aromas rancios de las bacterias al final de su trabajo, no desordena sus cabellos, no aja su piel, no acumula lípidos en proporciones excesivas, no ... es casi una fotografía retocada, una película perfecta para los ojos, un perfume diseñado para gustar, un tacto tibio de seda...
Pero, ¡Ay!, la belleza es también efímera (sobre todo eso). Es cambiante, insuficiente, incompleta... La mente del hombre busca siempre sensaciones nuevas. La belleza estática deriva en aburrimiento. El hombre querría poseer todas las mujeres bellas del mundo y, aún así, no estaría satisfecho.
En la balanza de la vida la belleza perdería peso al evaporarse con el tiempo... si no fuera porque, en el recuerdo, sus atributos permanecen. Guardamos los pétalos ajados de la flor que nos gustó y cuando, en el libro de nuestra biografía la encontramos de nuevo revive su color, y su aroma, y su tacto se torna suave... ¡Quizá la belleza no es tan efímera como pensamos!
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