No pretendía su amistad. No buscaba amigos en mi paseo solitario por la alcarria conquense. Pasé al lado de la puerta de una granja solitaria y él salió a saludarme alborozado. Sin que se lo pidiera me siguió en mi
camino entre los cerros resecos, en este año de sequía. Yo rodaba a mi
aire, respirando el aire limpio de la mañana en el campo manchego. Ensimismado,
no me di cuenta de me seguía silencioso, como queriendo no molestar. En
ocasiones sentí que sus ojos me miraban, pero rápidamente los desviaba
cuando volvía la vista. Se limitaba a acompañarme en silencio, a caminar
a mi lado sin hacerte notar.
El camino se perdía entre campos de girasoles, tierras en barbecho y rastrojos. En un altozano descubrí una pequeña cueva con la entrada protegida por un pequeño muro de piedra y decidí echar un vistazo. Ascendí la pendiente con él a mis espaldas, siguiendo sumiso mis pasos, respetando mi iniciativa. A veces se acercaba como buscando percibir mis sentimientos a través de un aura inexplicable. Al llegar a la covacha exploramos juntos aquella cavidad. Por unos u otros motivos ambos comprendimos que era el refugio de algún pastor. Las ovejas habían dejado su huella por los alrededores. Durante un rato se alejó para explorar los alrededores. Le perdí de vista unos instantes y pensé que se había cansado de mi compañía. Volví hasta mi vieja bicicleta y reanudé la marcha. Apenas un minuto después le advertí corriendo tras de mí tratando de alcanzarme. Dejé que me adelantara, pero nunca lo hacía más de unas decenas de metros. Cuando cambiaba de dirección se volvía para seguirme como si estuviera a mi servicio.
Yo buscaba en mi GPS los senderos que llevaban a las ruinas de la ermita de la Virgen de La Solana, así que paraba a menudo para consultarlo. Siempre sumiso, sin rechistar, aguardaba a mi lado a que decidiera el rumbo. Había terminado por acostumbrarme a su compañía y decidí finalmente dirigirle la palabra. Le hablé cariñosamente, embargado de una inesperada emoción. Le interpelaba sin esperar respuesta: me conformaba con su mirada tranquila, con su gesto atento y su muda compañía.
Llegué resoplando a lo alto de la ladera donde dormían, desde décadas, las ruinas de la ermita. Él llegó mucho más fresco y descansado que yo, zigzagueando por el camino, prestando atención a cada matorral, a cada montón de piedras... Me fijé en el verde intenso de una joven higuera que crecía entre unos juncos. Allí, bajo una gran piedra, se adivinaba un manantial hoy seco del que beberían un agua fresca los romeros en aquellos años en que la seguía no hacía que la hierba se agostara en mayo. Yo me entretuve tomando fotos y él se dejó fotografiar ajeno a estas costumbre de la gente de hoy día que guarda recuerdos de cada instante sin dejar tiempo a vivir el instante mismo. Encuadrando una de las fotos advertí una gran oquedad en un saliente calizo. Decidí acercarme hasta ella seguido por mi fiel amigo, que aceptaba de buen grado que tomara la iniciativa. Una gran cueva, con tres o cuatro grandes estancias comunicadas y escavadas en la roca, nos ofrecían un agradable frescor y un impresionante paisaje desde su boca. Mi compañero pareció dudar antes de ascender el elevado escalón de acceso a la entrada, parecía no decidirse a salvar esa altura. Yo, entretanto, me dediqué a explorar aquellas cavidades. Al final de las habitaciones rocosas había otra salida a la que se accedía bordeando los riscos. Llamé a mi ocasional amigo para que entrara por allí y este acudió contento. Con cautela curioseó entre los húmedos rincones de piedra y finalmente se acercó a la entrada para ver el paisaje. Su perfil se recortaba contra la luz intensa del mediodía y decidí hacerle una foto sin que lo advirtiera. A estas alturas ya le hablaba con sorprendente naturalidad. Ante un oyente tan discreto se cuentan secretos y confidencias que nunca se revelaron a nadie. Lo más tierno y cariñoso de mi ser se manifestaba ante su amistad desinteresada. Suavemente pasé mi mano por su cuello. Él se dejó acariciar confiado y quieto, recostado a mi lado.
Pasé una media hora de soliloquio en aquella fresca cavidad. Mi acompañante empezaba a dormitar. Yo debía seguir mi camino y decidí no darle falsas esperanzas. Estoy seguro de que, si le dejaba, estaba dispuesto a acompañarme por siempre, con una fidelidad incomprensible. Cuando, inquieto de pronto, salió de nuevo a explorar los alrededores de la cueva decidí abandonarlo. Descendí por las estrechas sendas de ganado que me devolvían hasta la bicicleta apoyada en la joven higuera y monté rápidamente. Me lancé por el camino que descendía la colina y no volví la cabeza hasta llegar al asfalto de la carretera. Allí, de pronto, mi amigo apareció nuevamente a mi lado correteando alegremente alrededor de la bici. Sentí que me lo estaba poniendo difícil: nuestra amistad no podía continuar. En un instante que me adelantó unos metros, di la vuelta y enfilé una larga cuesta abajo. Pedaleé con fuerza alejándome lo suficiente como para hacerle desistir. Al final, poco antes de una curva donde se perdía la carretera volví la vista. Mi amigo se había detenido después de trotar unos metros por el asfalto. Sentí que me miraba con pena pero sin reproches. Yo también sentí forzar la separación. Había sido la más breve amistad que forjara en mi vida: una amistad de sesenta minutos, más sincera e intensa que muchas otras que he tenido; hecha totalmente de miradas, caricias y compañía. Yo aún hablaba en alto para mí mismo cuando le perdí de vista. En ese momento me di cuenta de que él, curiosamente, no había emitido un solo ladrido en todo el tiempo.
El camino se perdía entre campos de girasoles, tierras en barbecho y rastrojos. En un altozano descubrí una pequeña cueva con la entrada protegida por un pequeño muro de piedra y decidí echar un vistazo. Ascendí la pendiente con él a mis espaldas, siguiendo sumiso mis pasos, respetando mi iniciativa. A veces se acercaba como buscando percibir mis sentimientos a través de un aura inexplicable. Al llegar a la covacha exploramos juntos aquella cavidad. Por unos u otros motivos ambos comprendimos que era el refugio de algún pastor. Las ovejas habían dejado su huella por los alrededores. Durante un rato se alejó para explorar los alrededores. Le perdí de vista unos instantes y pensé que se había cansado de mi compañía. Volví hasta mi vieja bicicleta y reanudé la marcha. Apenas un minuto después le advertí corriendo tras de mí tratando de alcanzarme. Dejé que me adelantara, pero nunca lo hacía más de unas decenas de metros. Cuando cambiaba de dirección se volvía para seguirme como si estuviera a mi servicio.
Yo buscaba en mi GPS los senderos que llevaban a las ruinas de la ermita de la Virgen de La Solana, así que paraba a menudo para consultarlo. Siempre sumiso, sin rechistar, aguardaba a mi lado a que decidiera el rumbo. Había terminado por acostumbrarme a su compañía y decidí finalmente dirigirle la palabra. Le hablé cariñosamente, embargado de una inesperada emoción. Le interpelaba sin esperar respuesta: me conformaba con su mirada tranquila, con su gesto atento y su muda compañía.
Llegué resoplando a lo alto de la ladera donde dormían, desde décadas, las ruinas de la ermita. Él llegó mucho más fresco y descansado que yo, zigzagueando por el camino, prestando atención a cada matorral, a cada montón de piedras... Me fijé en el verde intenso de una joven higuera que crecía entre unos juncos. Allí, bajo una gran piedra, se adivinaba un manantial hoy seco del que beberían un agua fresca los romeros en aquellos años en que la seguía no hacía que la hierba se agostara en mayo. Yo me entretuve tomando fotos y él se dejó fotografiar ajeno a estas costumbre de la gente de hoy día que guarda recuerdos de cada instante sin dejar tiempo a vivir el instante mismo. Encuadrando una de las fotos advertí una gran oquedad en un saliente calizo. Decidí acercarme hasta ella seguido por mi fiel amigo, que aceptaba de buen grado que tomara la iniciativa. Una gran cueva, con tres o cuatro grandes estancias comunicadas y escavadas en la roca, nos ofrecían un agradable frescor y un impresionante paisaje desde su boca. Mi compañero pareció dudar antes de ascender el elevado escalón de acceso a la entrada, parecía no decidirse a salvar esa altura. Yo, entretanto, me dediqué a explorar aquellas cavidades. Al final de las habitaciones rocosas había otra salida a la que se accedía bordeando los riscos. Llamé a mi ocasional amigo para que entrara por allí y este acudió contento. Con cautela curioseó entre los húmedos rincones de piedra y finalmente se acercó a la entrada para ver el paisaje. Su perfil se recortaba contra la luz intensa del mediodía y decidí hacerle una foto sin que lo advirtiera. A estas alturas ya le hablaba con sorprendente naturalidad. Ante un oyente tan discreto se cuentan secretos y confidencias que nunca se revelaron a nadie. Lo más tierno y cariñoso de mi ser se manifestaba ante su amistad desinteresada. Suavemente pasé mi mano por su cuello. Él se dejó acariciar confiado y quieto, recostado a mi lado.
Pasé una media hora de soliloquio en aquella fresca cavidad. Mi acompañante empezaba a dormitar. Yo debía seguir mi camino y decidí no darle falsas esperanzas. Estoy seguro de que, si le dejaba, estaba dispuesto a acompañarme por siempre, con una fidelidad incomprensible. Cuando, inquieto de pronto, salió de nuevo a explorar los alrededores de la cueva decidí abandonarlo. Descendí por las estrechas sendas de ganado que me devolvían hasta la bicicleta apoyada en la joven higuera y monté rápidamente. Me lancé por el camino que descendía la colina y no volví la cabeza hasta llegar al asfalto de la carretera. Allí, de pronto, mi amigo apareció nuevamente a mi lado correteando alegremente alrededor de la bici. Sentí que me lo estaba poniendo difícil: nuestra amistad no podía continuar. En un instante que me adelantó unos metros, di la vuelta y enfilé una larga cuesta abajo. Pedaleé con fuerza alejándome lo suficiente como para hacerle desistir. Al final, poco antes de una curva donde se perdía la carretera volví la vista. Mi amigo se había detenido después de trotar unos metros por el asfalto. Sentí que me miraba con pena pero sin reproches. Yo también sentí forzar la separación. Había sido la más breve amistad que forjara en mi vida: una amistad de sesenta minutos, más sincera e intensa que muchas otras que he tenido; hecha totalmente de miradas, caricias y compañía. Yo aún hablaba en alto para mí mismo cuando le perdí de vista. En ese momento me di cuenta de que él, curiosamente, no había emitido un solo ladrido en todo el tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por decidirte a comentar este artículo. Tu opinión y tus aportaciones son importantes para mí y mis lectores.