domingo, 2 de junio de 2024

Caperucita 36

Esta Caperucita se llamaba Margarita. No llevaba capucha roja, sino falda y chaquetilla de lana parda. No hacía recados atravesando un bosque de cuento sino largos caminos entre tierras de labor y bosquetes de robles. No llevaba una cesta con tartas y miel; sus manjares se limitaban a pan y torreznos. No era una época indeterminada, de esas que hay que comenzar con "Érase una vez..."; eran los años precisos de la guerra del 36 al 39. Pero, como Caperucita, era una niña de pocos años, alegre e ingenua. Como ella tenía que cumplir encargos recorriendo los caminos de Palencia. Lo hacía andando, montada en un burro o cabalgando su querida yegua a sus pocos años. Lo hacía sola o acompañada por otras muchachas u otros chicos del pueblo. Lo hacía de día a veces, pero muchas otras de noche... Y también había lobos por los alrededores.




Una clase de lobos eran los guardias. Se apostaban en las carreteras principales a la espera de alguna presa a la que registrar y detener. Solían ser presas muy jóvenes. Los jóvenes y hombres maduros estaban luchando en el frente y los ancianos y los niños eran los que hacían las faenas del campo y vivían en los pueblos. Para los chiquillos se había acabado la escuela pues se acumulaban las cosas que hacer en cada casa . Si los pequeños brazos no eran lo suficientemente fuertes para trabajar el campo, sí servían para cocinar, acarrear hierba, cuidar los animales, coser, limpiar y hacer recados. Algunos recados especialmente peligrosos.

Se impuso había impuesto el racionamiento. La subsistencia se basaba, a veces, en el contrabando y el autoconsumo. La declaración obligatoria de lo cosechado y su venta a precio tasado por el gobierno privaban a los agricultores de una fuente de ingresos importante. El grano era cuanto tenían y debían venderlo barato. Como las autoridades controlaban las partidas clandestinas de grano mediante la molienda los molinos estaban vigilados y los caminos también. En los pueblos, los mayores se debían dedicar a labrar la tierra y recoger la cosecha ocultando el trigo en escondrijos emparedados dentro de las casas, en las viejas paneras. Para molerlo enviaban a los chiquillos; era más fácil pasar desapercibido si eres una chiquilla con un borrico por los caminos. Era una estampa habitual encontrarse con niños que hacían pequeños recados en los pueblos. Mi madre,, afortunadamente, nunca se encontró con los lobos (ya fueran animales o humanos) en estos viajes.


Muchas veces le tocó transitar de noche (para evitar los vigilantes) por caminos escondidos entre las colinas de la Valdavia. Sola, o con algunas otras chiquillas del pueblo, formaban partidas de pocos miembros y se encaminaban con los sacos a lomos de los burros de noche hasta los molinos de los pueblos de alrededor. Conmovidos por sus escasos 12 años, los lugareños las protegían y advertían:

- "¡Cuidado que están los guardias en el cruce!"

Llegaban al molino ya muy entrada la noche y, el molinero les hacía esperar su turno. Había muchos que utilizaban clandestinamente ese servicio y había que hacer cola. Me imagino a las niñas descargando los sacos y yendo con los burros a algún prado para que pastaran. Las veo luego llegar a la cantina donde quizás sacaran un poco de pan y lomo de orza para cenar o, si eran invitadas, echar una partida con los lugareños que aún mataban las primeras horas de la noche en el establecimiento. Y, molido el grano, y con la advertencia del molinero de evitar las patrullas volverse a casa sin miedo, alegres por la misión cumplida y con el camino ya conocido. La ida la hacían con indicaciones imprecisas de los propios padres y, a veces, se perdían. En alguna ocasión, cansadas de aquellas sendas torturantes, optaron temerariamente por la comodidad de la carretera. Tuvieron suerte; pero el molinero se enfadó con ellas ¡Y con razón!



Otras veces la imagino de amazona, montada en la silla de su yegua, poniendo el animal al trote, algo que le gustaba mucho... Y la expresión de su cara cuando relataba que encontró un lobo (uno de verdad). Asusta imaginarla en lo alto de la silla,con la yegua encabritada... Por suerte cada uno siguió su camino. No hubo ese día Caperucitas devoradas.

Pero quizá, los lobos más peligrosos, los encontró en la carretera en forma de camión militar lleno de soldados que venían del frente. Aquellos soldados desconocidos pararon e invitaron a la chiquilla a subir al camión. Por poco, en su ingenuidad, se deja engañar ante aquellas sonrisas y los gestos amables que le invitaban a subir. Fue la determinación de una amiga, algo mayor, que le acompañaba la que evitó una situación que pudo convertirse en desgracia...

- No sube. Viene conmigo y nos vamos ya.


O quizá no. Uno está acostumbrado a ver películas y piensa en lo peor. Pero mejor no arriesgarse: el lobo puede parecer muy amable, en los cuentos y en la vida real.

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